Sólo una ilusión

Ilusión

«¿Cómo saber que esto es la realidad? Que lo que tienes ante ti es el mundo tal y como es; que no es una invención, un espejismo creado por tu imaginación, por tu cerebro. Si es éste el encargado de transformar lo que ven tus ojos en imágenes, o lo que oyen tus oídos en sonidos… ¿cómo estar seguros de que todos vemos el mismo azul en el mar, de que todos oímos la música por igual?»

«Si, tras un trauma, físico o psicológico, la percepción de una persona se altera, se transforma de alguna manera, y empieza a ver fantasmas o a oír voces en su cabeza, ¿no serán estas tan reales como la propia realidad?»

Ensimismado, repasa mentalmente el comienzo del discurso una y otra vez. Sabe que si salva el inicio, el resto irá bien. Debe estar seguro. No todos los días le conceden a uno el premio Fundación Buero Vallejo. Lo único que lamenta es no poder haber viajado con algo más de antelación, los trayectos en avión le cansan cada vez más.

Un bache le pilla por sorpresa y le hace abrir los ojos. A través de la ventanilla del taxi la luz de las farolas le llega en clave morse. Nunca antes ha estado en esta ciudad, sin embargo no se siente extraño. Todas las ciudades se parecen: semáforos, escaparates, coches por todos lados. Incluso la gente se parece. Le gustaría bajar el cristal y oír un poco del bullicio externo, oler esta ciudad nueva, pero está tan cansado, le pesan tanto los brazos, que decide no hacerlo.

Mira hacia delante y ve reflejados en el retrovisor los ojos del taxista que, sorprendido, enseguida los aparta de él y los dirige al asiento contiguo.

Al girar la cabeza, ve una mujer sentada a su lado. Sin duda es la persona dispuesta por la organización para acompañarle desde el aeropuerto, pero no la recuerda. Intenta volver al momento en que se presentaron, pero le resulta difuso.

–¿Se encuentra bien, doctor Echarren?

La voz de la mujer es como terciopelo rojo: grave y sensual, almizclada y turbia, opaca. A él le parece estar oyendo a una de esas actrices de los años sesenta en el papel de mujer fatal. Ahora que se fija, incluso se parece a alguna de ellas.

–Sí, sí, gracias. Y le ruego que me disculpe, sé que es una descortesía por mi parte pero no recuerdo su nombre. ¿Sería tan amable de repetírmelo?

–No tiene que disculparse, a mí me sucede a menudo –le contesta la mujer con una sonrisa que, sin embargo, no oculta que a ella nunca le pasa–. Soy la doctora Pastrana, Alicia Pastrana.

Él le mantiene la mirada. Intenta borrar todo alrededor de la cara, de los ojos de la mujer que se sienta a su lado, y utilizar esa imagen para buscar en sus recuerdos. Nada. Nada en absoluto. «El cansancio del vuelo», piensa.

Al cabo de unos segundos, cuando advierte que su actitud podría estar incomodando a su acompañante, desvía la mirada hacia la ventanilla.

–¿Tardaremos mucho en llegar?

La pregunta no va dirigida a nadie en particular, pero es Alicia la que responde.

–¿Llegar…, llegar a dónde?

El doctor Echarren no puede disimular su estupor. Cuando se vuelve para contestar repara en el abrigo de su acompañante, absolutamente blanco. Casi brilla en el interior del taxi. ¿Cómo no se ha dado cuenta hasta ahora?

–A la Fundación, por supuesto. ¿A dónde sino?

–Gonzalo, ¿me permites llamarte así, tutearte? –Él, confuso, asiente– ¿Qué es lo último que recuerdas?

Algo no va bien, ahora lo sabe. Él mismo ha repetido esa frase infinidad de veces a sus pacientes, a los que están en shock. Pero a él… ¿por qué le hacen esa pregunta a él? Él no está en shock, no lo está…

En su cabeza todo empieza a vibrar. Le cuesta mantener el orden, fijar la atención. Mira hacia delante, hacia un punto en el infinito que le sirva de referencia, que le ancle a la realidad. Desde ahí desanda sus últimos recuerdos: la llegada, el vuelo, el traslado al aeropuerto desde su casa. Nada. Su memoria es como el índice de un libro que siempre te llevase a una página en blanco.

–¿Qué está pasando? ¿Qué es todo esto? –Gonzalo se da cuenta entonces de que la ciudad ha desaparecido, circulan ahora por una carretera poco transitada y mal iluminada–. ¿A dónde me lleváis?

–Tranquilízate, por favor. No quisiera recurrir a la sedación.

–¿Sedación? ¿De qué estás hablando? ¿Quién demonios eres?

La agitación de Gonzalo va en aumento. El pánico, denso y pesado, está desplazando a la razón, impidiéndole seguir a flote.

–¡Pare el coche! –Le grita al taxista–. ¡Pare el coche inmediatamente!

Se agita en su asiento, se revuelve. Le da igual que el coche esté en marcha, abrirá la puerta y saltará.

Al intentarlo se da cuenta de que no puede hacerlo. Sus dedos se quedan a unos centímetros del picaporte sin poder avanzar más. Gonzalo no entiende nada. Puede mover su mano en el aire, abrirla y cerrarla, girarla incluso, pero es incapaz de hacer que su brazo la empuje hacia delante ese mínimo espacio.

Y entonces las ve. Ve las correas de cuero alrededor de sus muñecas, las hebillas de metal, el acolchado entre las pieles. Está atado a su asiento.

–Pero que…

Al girarse hacia Alicia en busca de explicación ve como ésta saca una pequeña jeringuilla del bolsillo de la solapa de su bata.

El aire se espesa y se hiela a su alrededor. Por unos instantes es como respirar gelatina. Su corazón se dispara, intenta compensar el déficit de oxígeno aumentando el aporte de sangre. No surte efecto. Se asfixia. Pierde el conocimiento.

* * *

Las luces de los coches que circulan en sentido contrario le deslumbran. Intenta apartar la mirada, pero no puede: alguien le sujeta la cabeza contra el respaldo; y el párpado, ahora lo nota. No son los faros de los vehículos que se cruzan los que le ciegan. Alguien mantiene su ojo abierto mientras hace oscilar una linterna frente a él. Trata de protegerse con las manos, pero sus brazos siguen inmovilizados.

Cuando, por fin, dejan de sujetarle gira el cuello hacia todos lados para estar seguro de que es así. Aún deslumbrado, busca orientarse mirando a través de la ventanilla del taxi, que ahora es una ventana en un muro de azulejos blancos. Fuera todo está oscuro.

Gonzalo tarda unos segundos en reaccionar. Le cuesta pensar, encajar las piezas. Recuerda todo lo que ha pasado en el coche, y su vida anterior, pero es incapaz de encontrar el camino que conecta ambos puntos. Tampoco sabe cómo ha llegado hasta allí.

–¿Qué me has inyectado, doctora Pastrana? –Se revuelve y deja que la ira le aflore, escupiendo palabras en todas direcciones– ¿Qué mierda me has metido dentro? Se te va a caer el pelo, ¿sabes? Cuando salga de aquí voy a ocuparme de que no vuelvas a ejercer en tu puta vida. Bueno, eso suponiendo que seas médico, claro.

Sabe que no es la mejor estrategia, que suena a película policiaca de serie B, pero no ha podido urdir nada mejor. Necesita ganar tiempo, pensar, así que continúa por el mismo camino, buscando sobre la marcha una vía de escape.

–¿Cuánto tiempo crees que va a pasar hasta que mi mujer llame a la policía y empiecen a buscarme? Cuando viajo siempre la telefoneo al llegar a mi destino, sólo para que sepa que estoy bien.

»¿Y la Fundación? ¿Qué crees que va a pasar cuando vean que no acudo a recibir el premio? ¿No crees que también ellos llamarán a la policía?

»Vamos, suéltame. Suéltame ahora mismo y olvidaré todo este asunto. Me olvidaré de ti por completo. Inventaré cualquier historia; soy bueno inventando historias. Les diré que me perdí en esta gran ciudad que aún no conozco, que el taxi pinchó, que me asaltaron y robaron todas mis pertenencias… Da igual… Suéltame… Vamos…

–Me temo que eso no va a ser posible, doctor Echarren.

La voz del hombre que está sentado al otro lado de la mesa suena ronca, quebrada por años de uso. Gonzalo se gira, siente curiosidad por saber a quién pertenece. No reconoce al hombre, pero sí sus ojos: es el taxista.

La luz de la sala se atenúa, o eso le parece a Gonzalo. Se vuelve opalina, densa. Llega hasta ellos desde el techo de forma uniforme, inexorable; aniquilando a su paso todo rastro de sombras.

–Soy el comisario Hendaya. Me asignaron su caso hace un par de días. Dada la naturaleza del mismo le pedí ayuda a la doctora Pastrana, quien me aconsejó que le trajésemos aquí, a la Fundación.

Alicia no ha dejado de mirar al comisario desde que comenzó a hablar. No aprueba su acercamiento al tema, pero tampoco ha sabido ofrecer ningún otro que pueda obtener resultados a corto plazo.

–Doctor Echarren –continua el comisario–, lamento la sedación, y tenerle inmovilizado en la silla, créame, pero necesito saber qué ocurrió en su casa hace 72 horas. Así que, por favor, responda a la pregunta de la doctora Pastrana: ¿qué es lo último que recuerda?

El cerebro de Gonzalo se desconecta. Se desconecta por completo de todo lo que hay a su alrededor. Deja de ver, de oír, de sentir… Su mente se desgaja de su cuerpo y, por un momento, se ve a sí mismo, a su cascarón externo más bien, sentado a la mesa junto a esos dos desconocidos. ¿Quiénes son en realidad? ¿Qué quieren de él?

Por más que intenta darle sentido a lo que está pasando no puede. Una y otra vez vuelve al mismo punto del que partió. Está inmerso en un bucle. Y no va a conseguir resultados diferentes si sigue actuando de la misma manera.

Es entonces cuando repara en lo realmente importante, y vuelve en sí.

–Mi mujer… Clara… ¿Está bien? Por favor, díganme que está bien.

–Gonzalo, enseguida llegaremos a eso.

La voz de Alicia suena conciliadora, agradable, cálida. La mano que ella apoya sobre su brazo prisionero ejerce la presión justa, ofreciendo, sobre todo, seguridad y, luego, consuelo. Gonzalo conoce de sobra estos métodos, estás técnicas de preparación para el shock que se avecina.

«Quizás lo mejor sea responder a la pregunta. Intentarlo, al menos. Pero, ¿por dónde empezar?»

Por unos segundos parece perdido, indefenso. Atrapado en sí mismo, es incapaz de encontrar un lugar donde asirse y aguantar ser arrastrado al caos.

Y entonces su cara cambia. Quizás preguntar por su mujer haya liberado el recuerdo que ahora le amarra a la realidad. Él no se da cuenta, pero su mirada se ha perdido en el pasado.

–Clara y yo llevábamos mucho tiempo intentando tener un hijo. Tanto que ya casi lo habíamos olvidado. Imagínate la sorpresa cuando nos enteramos. Fue un cambio radical, como volver al instante en que nos lo planteamos por primera vez. Todos los años intermedios desaparecieron. Volvíamos a tener la ilusión de entonces.

»Los dos dejamos de viajar. Clara porque cada vez iba a poder hacerlo menos, y yo porque no quería separarme de ella. Al principio fue un poco raro, volver a compartir todo ese tiempo. Pero resultó que nos gustaba, y cada vez más.

»Sé que parecerá una tontería. Teníamos un secreto. Un secreto que no se desvelaría al mundo hasta el día del nacimiento. En cuanto supe que Clara estaba embarazada le regalé un rotulador rojo. En la tarjeta que acompañaba mi regalo estaba la explicación. A Clara le encantó la idea.

»Sobre su vientre desnudo fuimos dibujando unas delgadas líneas rojas que unían su ombligo con el esternón, el pubis y los huesos de sus caderas. Una especie de rosa de los vientos que veíamos crecer día a día. Cada cuatro semanas las medíamos, para comprobar el avance; y también las repintábamos, cuando se volvían tan estrechas que casi no se veían. Y cada cuatro semanas hacíamos un pequeño dibujo en ese lienzo creciente y lo fotografiábamos; algo relevante para nosotros, algo que quisiésemos recordar, legar. Porque esa sería la historia de nuestro bebé, desde el inicio.

»Decidimos no buscarle nombre hasta que no naciese, esperar hasta ver su cara, sus gestos y entonces decidir…

–Doctor Echarren –la voz del comisario aunque tranquila, incluye un punto de impaciencia–, ¿quién es Víctor Anzur?

Gonzalo tarda un segundo en recuperar ese nombre de la memoria, y en perder la expresión de su rostro.

–No es nadie. Alguien de paso. Alguien que se aprovechó de Clara cuando yo no estaba. ¡Qué estúpido era yo entonces! Qué estúpido…

»El embarazo lo cambió todo. Resulta extraño comprobar, explicar siquiera, el efecto que tiene en el mundo alguien que todavía no ha llegado a él.

»Clara se sinceró conmigo. En realidad ambos lo hicimos. Resulta que los dos habíamos buscado fuera un poco de esa ilusión perdida.

»Al final lo logramos. No fue algo que sucediese de un día para otro pero, sí, lo hicimos: yo borre de mi memoria, de nuestras vidas, a todas aquellas mujeres que apenas conocí; Clara borró a Víctor.

Gonzalo no se ha dado cuenta pero, mientras hablaba, ese vapor tóxico, esa ponzoña que emana de los recuerdos sepultados, putrefactos, ha ido condensándose en su cabeza. Gota a gota, el veneno –destilado, concentrado– se ha ido acumulando, y tomando forma.

El silencio se apodera de la sala. Son sólo unos segundos. El comisario intercambia una mirada con Alicia que, moviendo la cabeza, le indica que no haga nada, que espere. Quiere darle tiempo a Gonzalo, tiempo hasta que llegue el clic.

–Estaba allí. Cuando llegué a casa estaba allí. ¡Víctor!

En lo que tarda un parpadeo Gonzalo está en la puerta de entrada de su casa. Oye voces en el interior: hay alguien discutiendo con Clara. Nervioso abre la puerta y entra a la carrera.

En el salón un hombre al que no conoce le grita a Clara, señalándola con un rotulador rojo. Al ver a Gonzalo se encara con él. Le increpa, le recrimina que se haya interpuesto entre ellos. Él, que le dio todo su amor a Clara, que le dio lo que más necesitaba: un hijo.

A Gonzalo todo aquello le parecen los delirios de un loco pero, cuando Víctor se dirige hacia Clara diciendo que se llevará a su hijo, no puede más y estalla. Se lanza a por él.

Luchan. Forcejean. Se golpean todo lo fuerte que pueden hasta que Gonzalo cae al suelo sin sentido. Cuando se recupera todo está en calma, tanto que a Gonzalo le cuesta un poco entender dónde está, qué ha pasado.

Al ponerse en pie ve, al otro lado de la sala, a Clara sentada en el suelo, apoyada contra la pared. Tiene la cabeza inclinada hacia un lado, oculta tras el cuerpo de Víctor.

Corre hacia ellos. En su mente sólo hay dos pensamientos, ambos igual de fuertes, igual de salvajes y primitivos: salvarla a ella, reventarlo a él.

Víctor está en cuclillas. Ha dejado al descubierto el vientre de treinta y una semanas de Clara y ahora dibuja algo sobre él con un rotulador rojo. No le da tiempo a enterarse de nada. Sobresaltado por algo que oye detrás de él, se levanta y se gira. Lo empujan contra la pared. Le arrebatan el rotulador de la mano y se lo clavan en la boca del estómago.

Ahora está tirado en el suelo, mirando el techo. Es sólo una cuestión de tiempo; su cuerpo ya ha tomado la decisión.

* * *

Gonzalo vuelve en sí, vuelve a estar sentado en la misma habitación que Alicia y el comisario. No sabría decir si se ha recuperado de un desmayo o, simplemente, ha vuelto a la realidad, pero tiene la boca seca, como si no hubiese parado de hablar. Aun así hay una idea que no se le va de la cabeza.

–Mi mujer. Clara. ¿Dónde está? ¿Por qué no está aquí? ¿Y por qué sigo atado a esta puñetera silla?

–Es por tu bien, Gonzalo. Créeme –la voz de Alicia suena conciliadora, aunque el tono tenga el brillo mate de la madera sobada.

Alicia se gira hacia el comisario esperando que éste continúe, pero no lo hace. Se limita a hacer una seña para indicar que siga ella, algo que parece no agradarle mucho.

–Gonzalo, necesito que vuelvas a esa tarde. Al momento, tras la pelea, en el que estás en el salón de tu casa con Víctor y Clara a tus pies.

–Déjeme en paz, ¿quiere? Y traigan a Clara. Quiero verla. Además, ella podrá explicárselo todo.

–Necesito que seas tú quien me lo cuente, Gonzalo. Por favor…

Gonzalo está mirando a los ojos de Alicia. Enseguida ve que no va a conseguir nada si no accede a sus peticiones.

–Está bien. ¿Qué quieres saber?

–Cuando acabó la pelea, Víctor quedó tendido en el suelo. Herido de muerte ¿no es así?

–Sí, eso es. Le clavé el rotulador rojo que llevaba en la mano. El mismo que había utilizado para dibujar en el vientre de Clara.

Alicia no le dice nada más. Simplemente le observa. Se diría que está dejando que las ideas de Gonzalo se asienten, que encajen en el hueco adecuado.

En el silencio de la sala Gonzalo está oyendo, rebotadas en su cabeza, las últimas palabras que ha dicho. Y en cada rebote van perdiendo sentido, lógica.

«Víctor… rotulador… herido de muerte… rotulador… rojo… su hijo… Clara…»

Entonces lo entiende, lo entiende todo. Entiende por qué su mente ha hecho esos cambios. Por qué ha tergiversado, sustituido, borrado. Porque ahora, ya sin defensas, sin control, sabiendo lo que de verdad ha sucedido, su cuerpo se está rebelando contra sí mismo.

Un tsunami de dolor le atraviesa, desde los extremos más alejados de sus nervios hasta el propio cerebro. Sus músculos en convulsión le hacen retorcerse en la silla, obligándole a adoptar posturas grotescas. Nota como el ácido de su estómago borbotea, como se abre paso por la garganta, como inunda su nariz y su boca. No ha tenido tiempo ni siquiera de gritar. Ha sido como ver una arcada en una película de cine mudo.

* * *

Gonzalo se despierta con un sabor metálico en la boca. Alicia y el comisario están sentados frente a él, al otro lado de la mesa.

–Lamento que hayas tenido que revivirlo pero, tanto el comisario Hendaya como yo, necesitábamos oír tu versión de la historia. Cuando llegamos a la casa estabas en shock. A duras penas conseguimos que nos dijeras tu nombre. Eso fue todo, fuiste incapaz de responder a ninguna otra pregunta. Creo que ni siquiera entendías lo que te decíamos. El comisario necesitaba interrogarte y yo evaluarte psiquiátricamente, pero fue imposible. Decidimos que lo mejor sería dejar que fueses tú el que marcases el ritmo.

–Clara… mi hijo…

–Lo lamento mucho, Gonzalo, de verdad que lo lamento. Cuando llegaron las asistencias médicas no pudieron hacer nada por ellos. Tampoco por Víctor.

–No vuelvas a mencionar a ese hijo de puta en mi presencia. Tendría que haberlo matado a la primera ocasión.

–Disculpe, doctor Echarren, pero tengo algunas preguntas sobre la motivación de sus actos –les interrumpe el comisario Hendaya.

–¿La motivación? ¿Se burla usted de mí?

–Verá doctor Echarren, la motivación es importante. Los cargos contra usted podrían variar… bastante. Hay una notable diferencia entre el homicidio y el asesinato.

–¿De qué está usted hablando? Ese cabrón estaba matando a mi mujer. ¿Qué iba a hacer, esperar a que viniese a por mí, después, para poder actuar en defensa propia?

–Verá, doctor –la voz del comisario suena ahora distinta, acerada–, mientras esperábamos la llegada de la ambulancia que nos traería aquí tuve tiempo de deambular por la casa. Es parte de mi trabajo: observar, curiosear.

Gonzalo repara ahora en la carpeta marrón que el comisario tiene bajo sus manos.

–¿Sabe lo que encontré? Fotos. Media docena de fotos en las que se ve a una pareja sonriente. Ambos señalando la tripa de ella, una tripa que va creciendo de una foto a la siguiente.

–No tiene derecho a verlas –aúlla Gonzalo–, son privadas.

–¿Y sabe lo que no encontré? –La voz del comisario permanece inalterable– No lo encontré a usted en ninguna de ellas. Porque usted no es Gonzalo Echarren. ¿No es así, Víctor?

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