Es extraño, carecer de consciencia en este vacío helado y un instante después, ser. Aferrarse a una mota de polvo y crecer sobre ella, envolviéndola, protegiéndola a partir de ahora. Me pregunto cuánto tiempo llevará aquí suspendida, cuánto habrá viajado soplada por invisibles corrientes planetarias. Y desde dónde. Me intriga saber el origen, la identidad de esta minúscula partícula que me acompañará hasta el final. ¿Fue quizás mármol en el Taj Mahal, vela en un galeón? Puede que estuviese contenida en un ánfora de vino añejo o prendida en el estambre de una flor. Me gustaría saber, cuando nos despidamos, a quién le digo adiós.
Crezco. Despliego mis brazos y dejo que absorban la humedad. Con el frío el agua se astilla entorno a mí en una geometría irrepetible que me hace cada vez mayor. A mi lado, otros como yo también medran. No los veo aún, son demasiado pequeños, pero los oigo. Oigo el crepitar del cambio de estado a su alrededor.
Miro hacia arriba y distingo, entre todo ese gris, un hueco oscuro, casi negro, y engarzados en él una miríada de puntos brillantes que empiezan a alejarse de mí. Caigo. Muy lentamente comienzo mi viaje. Solo albergo un deseo: ser también yo, para alguien que alce la vista, una estrella de luz.
Atravieso capas de nada. A veces floto en ellas. Estático. Ingrávido. Por un instante, que se vuelve eternidad, veo como el universo gira en torno a mí. Ese momento dura lo que dura en desprenderse el alfiler que me sujeta a la irrealidad. Y entonces el tiempo me arrastra con todo lo demás.
Veo, ahora sí, a otros como yo. A otros que reconozco como iguales, aun siendo tan distintos a mí. En nuestro caer aleatorio algunas veces casi nos rozamos. Me pregunto qué pasaría si llegásemos a tocarnos, a unirnos en un solo ser. ¿Se fusionarían entonces nuestras consciencias dando lugar a una nueva, quizás mejor, o mantendríamos nuestras inteligencias separadas permitiendo así el dialogo con otro yo? Quizás nunca llegue a saberlo, aquí manda el azar. Manda aquel que se manifiesta cuando todo ha sucedido ya.
Un gran manto verde se acerca. Árboles. Miles de ellos. Una inmensa muchedumbre, hierática, a la espera del paso del tiempo. Sus copas retendrán a muchos de nosotros. ¡Qué hermosa sensación! Pertenecer a un lugar. Estar en él y no depender del capricho de un viento nómada. Mecerse, sí, a su compás, sabiendo que, en cuanto cese, seguirás anclado allí.
Una brecha se abre en el bosque. Una línea delgada que llega hasta una construcción. A través de la ventana la luz del interior se proyecta hacia fuera dibujando un trapecio naranja sobre el suelo. El humo que escapa por la chimenea se eleva trazando una espiral cerrada que, al llegar a la altura de la cima que cierra el valle, gira bruscamente y se difumina en un manto gris paralelo a la superficie.
Sigo cayendo. No sé lo que pasará cuando llegue al suelo. Quizás permanezca en él, para siempre, en alguna oquedad fría y oscura; o quizás me deslice a través suyo, como una lombriz, hasta alcanzar la puerta de entrada a alguno de estos regios árboles, y viaje desde la raíz hasta lo más alto, lo más verde, lo más joven de su copa.
La puerta de la cabaña se abre. En el umbral aparece una joven. Da un par de pasos y se queda quieta, oyendo cómo nos deslizamos en el aire transparente. Mira hacia arriba. Se diría que es la primera vez que nos ve llegar. Se quita un guante y extiende la mano. Soy yo el que acaba acurrucado en su palma mientras me observa. Empiezo a derretirme, a perder mi esencia. Miro hacia arriba y, por un instante, veo brillar, reflejada en sus ojos negros, una estrella de cristal.