Inspiración

A mi padre nada le daba miedo, salvo los estornudos. Desde pequeños nos decía a mi hermano y a mí que ese aire estaba repleto de partículas contaminadas y que si lo respirábamos, todo lo malo de esa persona entraría en nuestro cuerpo y nos transformaría. En una ocasión, mi padre se desvaneció en un ascensor al tratar de aguantar la respiración desde la planta veintidós hasta la baja, porque un hombre había estornudado dos veces. Yo, por el contrario, le tenía miedo a casi todo pero si había algo que me aterraba y se lo debía a él, era al invierno; con su frío y con sus resfriados.

Para mi padre las personas estábamos formadas por virtudes, defectos, mayor o menor grado de propensión al mal o de disposición al bien, dones, vicios, estabilidad o versatilidad psíquica, y lo que me inquietaba sobremanera: algo de lo anterior ni siquiera nosotros mismos podríamos conocer tenerlo. Me resultaba estremecedor no saber qué perversa pulsión podría haber dentro de mí y en qué momento decidiría desatarse. Cuando le preguntaba por qué yo no podía adquirir el talento del Enredado, como apodaban al mayor goleador de nuestra liga por estar recogiendo continuamente los balones de la red, mi padre soltaba una sonora carcajada. Entonces, me respondía que cómo iba a soltar a través de un estornudo el don que había recibido y no por la distancia entre los pies y la nariz, sino porque nadie, en su sano juicio, se desprendería de sus buenas cualidades. Y que tampoco podríamos adquirir las características físicas internas buenas como era tener un molinillo de café por estómago, que para mi abuela valía como un auténtico don. Sencillamente, era certeza para mi padre que los estornudos nacían de la voluntad de reacción del cuerpo para desprenderse de lo peor de uno mismo. De ahí que yo anduviese siempre preocupado con poder contagiarme de un mal humor, una fobia o aun peor, de una inclinación al mal que me condenase de por vida.

Además, mi padre nunca bromeaba con este tema y siempre llevaba en su bolsillo un pañuelo con el que protegerse en caso de estornudo cercano. Mi hermano se reía de eso mientras fingía estornudos continuamente o se dedicaba a respirar con todas sus fuerzas cuando alguien lo hacía a su lado. Mi padre le advertía preocupado y a mí me rogaba que me cubriese y yo le obedecía deprisa, al instante, pues no quería inhalar la inmundicia o maldad que pudiera contener esa persona. Pero le envidiaba, envidiaba esa despreocupación y esa vida sin temor que él tenía mientras yo era incapaz de sacar fuera del anorak, la mitad de cabeza que asustado siempre llevaba dentro.

Un día hice algo que no estuvo bien: falsifiqué la firma de mis padres porque no quería ir con el colegio a un concierto de música atestado de gente que se celebraba por las festividades de navidad. Invierno, multitud, frío, resfriados. No sé cómo pero mi hermano me descubrió y me amenazó con decírselo a mi padre sabiendo me castigaría con severidad. Solo me ofreció una forma de salvarme: en el próximo estornudo que escuchásemos los tres en la calle o donde fuese, yo debía respirar con intensidad.

A partir de aquello mis ganas por salir con mi padre se redujeron notablemente. Tras varios días poniendo excusas, una mañana ya no lo toleró y mi hermano tampoco. Me dijo que, o cumplía con lo acordado, o su oferta de silencio caducaría. No tuve más remedio que acompañarles. Caminé muerto de miedo esperando el momento en que tendría que respirar algo malo de alguna persona sin poder evitarlo y sin saber el qué; solo esperaba que fuese un defecto de menor importancia. Recuerdo que mi padre nos iba hablando de los diferentes nudos de corbata y de sus protocolos cuando al pasar por delante de la sucursal de un banco, un hombre salió con paso ligero y justo estornudó profundamente tres veces delante de nosotros. Me cogió por sorpresa. Mi hermano enseguida pasó su brazo por mi espalda y me empujó hacia el señor, que avanzaba hacia un coche que le esperaba con la puerta abierta. Debía respirar, debía hacerlo delante de mi padre que ya había sacado su pañuelo y se cubría aterrado la cara mientras me indicaba que hiciese lo mismo. Le miré, también a mi hermano que me observaba expectante, y yo, paralizado, todavía no sé cómo logré estirar mi cuello, sacar la mitad acobardada de cabeza y respirar con todas mis fuerzas. Creo que lo hice porque en ese momento todo me daba miedo. Mi padre, mi hermano, respirar, no hacerlo. Fueron apenas unos segundos pero todo pareció detenerse; el tiempo, el movimiento, el sonido. A cámara lenta vi la cara de mi padre blanca y perpleja, la de mi hermano con la boca abierta y las cejas levantadas, y la mía congelada reflejada en el cristal del banco. Unas señoras con paso ágil cruzaron a nuestro lado y fueron hacia el hombre. También una pareja de señores y tres personas más se volvieron. El hombre habló un momento con ellos y se metió en el coche negro que le esperaba. El tiempo volvió a ponerse en marcha. Las señoras regresaron pasando de nuevo delante de nosotros, «el mejor tenor sin duda, ¡qué do de pecho, qué maravilla de voz!», se decían una a la otra. Entonces, antes de que transcurriese un segundo más, cogí aire de nuevo abriendo mis pulmones como se abre una ventana en verano, y lo expulsé vocalizando en alto la letra «A» durante todo el tiempo que pude. La letra pareció discurrir desde mi boca por unos raíles hacia el cielo.

Vi la cara de mi padre con la boca abierta y las cejas levantadas, la de mi hermano blanca y perpleja, y la mía, reflejada con una enorme sonrisa en el cristal del banco.

 

Imagen: Cole&Son wallpapers

2 comentarios

    1. Muchas gracias Laura y disculpa por el retraso en contestarte! Espero que disfrutes de nuestros próximos relatos y gracias por animarte a comentar. Un saludo! Terry

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

ATENCIÓN: Al pulsar el botón 'Publicar Comentario' estás aceptando la Política de Privacidad de este sitio web.