El día era claro y la superficie del lago parecía chapado en plata. Eso, y el sol, y la agradable brisa, y todo el verde esplendoroso de alrededor invitaban al arrobo. Las olas, suaves y pequeñas, llevaban desde el amanecer meciendo mis pensamientos. Perdiendo el tiempo, como diría mi madre. Pero a mí me gustaba estar allí. Era como tener una playa privada donde no existían las órdenes tontas ni los chistes malos.
Todo se rompió con la llegada de un niño y su padre, o eso supuse. El niño, menudo, andaba a saltitos y su monólogo era alegre, nervioso y atropellado; algo estridente. Su padre, corpulento y pausado, de gesto adusto, portaba las cañas y parecía no escuchar la cháchara incansable del chico.
Parecían buscar el sitio ideal para ubicarse con sus aparejos. El hombre caminaba despacio y el niño trotaba detrás de él preguntando, persistente, si era aquí donde se pararían, si era ya aquí donde encontrarían muchos peces, si habían traído suficiente cebo, si él sería buen pescador, si…, si… El adulto, ensimismado en su búsqueda, afirmaba o negaba con la cabeza.
Su rostro denotaba mal humor. Mientras el chiquillo, infatigable, saltaba y preguntaba sin parar, el hombre barría con la mirada la orilla del lago. Hasta que, finalmente, se instalaron al lado de unos juncos, sobre un parche de hierba despejado de matojos.
El niño gritó de excitación y se puso a brincar alrededor de los aparejos. La mala suerte quiso que, en uno de los saltitos, pisara una de las cañas, que fue a dar en la espalda del hombre. Este se revolvió con ferocidad y le gritó al niño que se callara, que se estuviera quieto de una vez.
−¡Para!
El grito del hombre hizo que el chico, asustado, diera un salto hacia atrás; yo, sobresaltada, hice lo mismo tras los juncos. Y algunos pájaros salieron disparados, alborotando los matorrales con mucho ruido.
−Perdón, perdón, perdón −musitó el niño, temblando por el desorden acústico que había provocado.
Pero al poco volvió a brincar por la orilla, sin dejar de canturrear y preguntar nombres de pájaros y peces. El hombre, agachado, sacaba los trastos de la cesta marrón; el sombrero le caía sobre la cara y no decía nada. Sentí un poco de aprensión. Yo ya le hubiera soltado un guantazo al niño, seguro.
−¿Queda mucho, queda mucho? −seguía preguntando el niño sin dejar de botar.
El hombre, aún de espaldas e inclinado sobre los aparejos, dio un manotazo hacia atrás como respuesta, pero solo alcanzó el aire. El crío se alejó de un brinco un par de metros. Sus piruetas formaban un semicírculo con la orilla del lago. Cuando llegaba al agua daba la vuelta y volvía a formar el círculo roto, encerrando en él al hombre y los aparejos; luego, daba la vuelta de nuevo. Una y otra vez sus pies marcaban la hierba en recorridos cada vez más cortos, cada vez más cerca del hombre agachado. Una especie de espiral decreciente y recorrido desigual que sitiaba al hombre cada vez más.
Al fin, éste se incorporó. Pareció fallarle una rodilla, pero se apoyó en la caña que tenía en la mano y se irguió. El rapaz seguía con sus cabriolas, ahora procurando no separar los pies. La espiral de hierba aplastada se había tornado, por los pisotones, de un verde más oscuro, húmedo.
Luego, el crío comenzó a seguir la huella espiral de forma meticulosa. Parecía no querer salirse de las ristras de hierba aplastada que sus cabriolas habían formado. Saltando hacia delante y hacia atrás, no dejaba de lanzar exclamaciones sin sentido.
El hombre lo miraba mientras recogía el sedal con delicadeza, recortado contra el casi transparente azul del cielo. Cuando terminó de preparar la caña echó una ojeada al lago, como si calculase distancias o la cantidad de peces que habría en el lago. Luego miró a su alrededor, a ambos lados, recorriendo la verde orilla con mirada pensativa, quizás calculadora. Yo me encogí entre los juncos temiendo que me pillara espiando, pero seguí fascinada con un ojo el diestro manejo de la caña y con el otro los nerviosos saltitos del niño.
Nada me había preparado para lo que ocurrió después: el hombre hizo un hábil lanzamiento de brazo con un elegante quiebro de muñeca, mientras se volvía dándole la espalda al lago con un paso casi de baile.
−¡Que no has puesto el cebo en…!
La frase del crío quedó sin terminar cuando el anzuelo entró limpiamente en su boca parlanchina.
−Te dije que pararas –le reprochó el hombre.