–El dolor en los dedos me está matando.
Lucas ha empezado a hablarse a sí mismo hace unos minutos. Balbucea las palabras. El frío es tan intenso que no deja que los músculos de su cara se muevan a la velocidad que las palabras requieren. Sus movimientos son torpes, lentos. Dolorosos.
Él no lo sabe pero su cuerpo ya no le pertenece. Su cerebro, la parte encargada de los automatismos que nos mantienen vivos, hace tiempo que detectó las señales de alarma y que activó el «modo supervivencia». Su consciencia es ahora rehén de su yo más primitivo, más egoísta; del yo que hará todo lo posible, todo lo necesario, para llegar a mañana; del yo que prescindirá de todo lo superfluo.
Ha pasado día y medio desde el accidente en medio de la ventisca. Treinta y seis horas, apenas, del desprendimiento de la cascada de hielo que su compañero de cordada cruzaba en ese instante; del fallo en el anclaje y la caída de ambos hasta el lecho de roca, veinte metros por debajo; del dolor, por la herida abierta en la pierna rota y por la muerte de su amigo, que no ha tenido la suerte de amortiguar el golpe con la nieve acumulada en los laterales.
La noche estrellada está dejando paso a un cielo plano, huérfano de nubes. Si sigue así los equipos de rescate quizás podrán salir a buscarlos –piensa Lucas, esperanzado.
En la ladera contraria el Sol ha desbordado el horizonte y lanza un primer rayo de luz que enciende las copas de los árboles mientras atraviesa el valle, llega a su cara, le deslumbra.
· – · – ·
Lucas va caminando por una vereda, un camino de tránsito de esos que se usan para acortar distancia cuando se va a pie y se lleva poca carga; a los lados, como en terrazas, matas de hierba amarillentas, arbustos y, ya detrás, al fondo, árboles jóvenes y viejos cubriendo todo el espacio disponible.
La grava del suelo cruje bajo sus playeras de lona. Manga corta, pantalón corto. Es verano, y aunque todavía no ha llegado el mediodía, el calor ya empieza a espesar el aire y a hacer que todo huela a tomillo y jara.
Al llegar a un recodo Lucas abandona la senda para colarse entre los árboles. Sabe que al otro lado, a pocos metros, está lo que busca. Suele venir aquí solo. Sus primos, un par de años mayores que él, ya no le ven la gracia al sitio. Él sí, todavía sí.
Cuando llega al claro lo ve: un inmenso muro que lo cruza en toda su extensión. Una formación rocosa natural de unos seis metros de ancho, por dos o tres de alto, que se pierde entre los árboles de los laterales. Las paredes, cortadas en ángulo recto, le dan el aspecto de muralla antigua.
A Lucas le encanta trepar por uno de los lados y llegar a saltos al extremo contrario. Le gusta pararse a mitad de camino, en el punto más alto, y comprobar si ya alcanza a ver por encima de las encinas. Y, no, no llega… pero casi, así que se encoge, acumulando energía como si fuese un resorte, y se lanza hacia arriba con todas sus fuerzas.
No le da tiempo a ver nada. La nube que hasta entonces ocultaba al Sol se ha apartado, y la luz le ha dado de lleno en la cara, cegándolo lo justo para que, en un segundo de desconcierto, se desequilibre y caiga desde lo alto de las rocas.
Se ve entonces, a la vez, dentro y fuera de sí. Oye como cae, como todo gira a su alrededor, como extiende los brazos esperando encontrar apoyo. Después un golpe sordo; seco y ahogado. Tras eso… nada. Todo queda envuelto en un cálido silencio negro.
Cuando abre los ojos la oscuridad aún está ahí. Parpadea y ésta empieza a desvanecerse: del cielo, de los árboles, de todo a su alrededor excepto del pelo de la niña que, de pie junto a él, le mira sorprendida.
–Hola –le dice Lucas.
–Hola –contesta ella, con cara de no acabar de comprender lo que pasa–. ¿Puedes verme?
–Pues claro que puedo verte –le dice mientras se incorpora y se queda sentado sobre la hierba–. ¿Por qué no iba a hacerlo?
La niña duda. Se queda un segundo en silencio. Está intentando ordenar las ideas en su cabeza. Nunca antes le había pasado nada parecido.
–Quiero decir que si estás bien,… si ves bien,… si no te has roto nada… Parece que te has dado un buen golpe.
–No, no, estoy bien… creo –y se pone de pie frotándose con la mano la parte de atrás de la cabeza–; aunque me va a salir un buen chichón.
Cuando alza la vista ve a la niña frente a él, es más o menos de su misma altura, posiblemente de su misma edad. Entonces se acuerda de lo que su madre le ha dicho un montón de veces que tiene que hacer cuando conozca a alguien nuevo.
–Me llamo Lucas –le dice él mientras le tiende la mano e intenta mantener, sin mucho éxito, una pose de adulto.
A ella el gesto le parece simpático, inesperado. Agradable. Y decide corresponder.
–Encantada de conocerte, Lucas –y pone ella también gesto serio al estrecharle la mano con fuerza–. Yo me llamo Eola.
–¡¿Eola?! –Repite él entre intrigado y sorprendido–. ¿Eres italiana?
–No, no soy italiana. ¿Por qué iba a serlo?
–No lo sé. Enfrente de mi casa vive una familia que vino de Italia, y todos tienen nombre muy raros.
A la niña se le escapa una carcajada.
Lucas, en ese momento, sabe que ha metido la pata; no sabe exactamente dónde, pero lo ha hecho. Da media vuelta y comienza a alejarse mirando la puntera de goma de sus zapatillas.
–¡No te vayas! –la voz de la niña suena, más que a orden, a petición; casi a súplica–. Quédate un poco… si puedes…
Lucas se da media vuelta y ve la expresión en la cara de Eola. Comprende en un segundo eso que a los mayores les cuesta un mundo, una eternidad.
–¿Quieres jugar a piratas y bucaneros? –Le pregunta con cara de expectación.
Aunque Eola no sabe cómo se juega, ni mucho menos en qué se diferencia un pirata de un bucanero, le dice que sí. En realidad Eola nunca ha jugado a nada, pero eso se lo calla.
Y en ese claro –rodeados de árboles, subiendo y bajando por las rocas– ambos juegan a ser piratas y bucaneros, aventureros en la Gran Muralla China, viajeros a lomos de un dragón o buscadores de huesos de dinosaurio; todo lo que la mente sin límites de un niño pueda imaginar.
Eola mira de vez en cuando a Lucas, de reojo, sin decir nada. Siente envidia de él, de la capacidad que aún tiene de crear y vivir mundos. Y siente pena también, pero no por él, por ella, porque nunca antes ha vivido esto, porque nunca más lo vivirá. Dura sólo un segundo, menos quizás, después únicamente se deja arrastrar por el juego.
Ninguno de los dos se ha dado cuenta, pero el día se ha acabado; el Sol ya se está ocultando al otro lado del mundo.
Lucas mira hacia arriba y ve la primera estrella, aunque sabe que en realidad no lo es.
–Es Venus –le dice Eola–. Es la primera en aparecer, y la última en irse.
–Vaya,… qué te parece –le contesta Lucas, sorprendido porque ella lo sepa.
Los dos se quedan así, mirando al cielo, en silencio. Los dos esperan que sea el otro el que lo diga.
–Tengo que irme –ha sido finalmente Lucas.
–Lo sé, yo también.
Se miran. Están quietos, congelados a un metro escaso. Sienten que un milímetro más allá no habrá vuelta atrás.
–A lo mejor volvemos a vernos.
–Seguro que volveremos a vernos.
Lucas echa a correr hacia el borde del claro. Al llegar a los primeros árboles se detiene y se frota suavemente la nuca. Ahí está el chichón; y ahí va a seguir por una temporada, piensa. Siente la tentación de volverse y ver si ella sigue allí, pero no lo hace. Sonríe. Prefiere no saberlo.
Cuando llegue a casa le va a caer una buena reprimenda: por haber estado todo el día fuera, por no avisar, por haber tenido preocupados a sus padres todas esas horas. Seguro que el castigo va a ser de aúpa.
Pero eso será más tarde, en el futuro, porque ahora, mientras sale a la vereda y enfila el camino de vuelta, nota cómo la última brisa del día, aún cálida, le está evaporando el sudor de la piel, dejándole una sensación de frescor que, sabe, tardará mucho en olvidar.
· – · – ·
La humedad ha aumentado; lo nota en el viento que ahora le roba el calor con mucha más facilidad. No hace falta que sea muy intenso, basta con que sea… constante. Y este lo está siendo.
Lucas está mirándose las manos. Una mueca que es apenas una sonrisa se dibuja en su cara. Le hace gracia darse cuenta de que ha estado a punto de repetir que el dolor de los dedos le está matando. Le hace gracia pensar que una frase tan corta contenga tantas mentiras. Porque no es el dolor lo que le está matando, es el frío. Y porque sus dedos ya están muertos, así que poco dolor pueden producir ya.
Lo único bueno de tener brazos y piernas medio congelados, piensa, es que la herida de la pierna ha dejado de sangrar. El frío extremo ha forzado a su cerebro a minimizar la pérdida de calor corporal y está limitando, cada vez más, la circulación hacia las extremidades. Es cierto que la probabilidad de perder algo más que unos dedos es elevada, pero también es cierto que esto aumentará las posibilidades de sobrevivir. Por un tiempo. No mucho.
Cada vez le cuesta más… todo; pensar incluso. La realidad a su alrededor se ralentiza, se deshilacha, se desvanece. El mundo, visto a través de sus párpados entornados, está perdiendo los colores, el brillo. Los sonidos le llegan como miel escurriendo por el pelo.
Cuando la parte más alta de la cascada se desprende de la ladera y se estrella contra el suelo, a escasos metros de él, Lucas prácticamente no se entera. Ni el estruendo ni los fragmentos de hielo y roca que pasan volando a su lado llaman su atención. Lo único que siente es un leve movimiento de su cuerpo; algo rítmico, suave; como si alguien le agitase los hombros.
· – · – ·
–¿Estás bien?
La pregunta le llega desde muy lejos. Y no es consciente de que se la estén haciendo a él. Lucas está sentado en el suelo, sobre el asfalto, la espalda apoyada en el coche que está aparcado detrás de él. Tiene los ojos muy abiertos, pero no entiende nada. Lo único que ve es la palabra RAMONES, en grandes letras, destacando sobre un fondo negro.
Levanta poco a poco la mirada, ve: una barbilla, unos labios inquietos, la perfecta simetría de una nariz; unos ojos azabache.
Lucas vuelve a bajar la vista hacia la camiseta de la chica.
–Es mi grupo favorito –le dice él, señalando con el dedo.
–¿Qué?
–Los Ramones… mi grupo favorito…
La chica tarda unos segundos en reaccionar. La lógica de la conversación no está yendo por donde cabría esperar, así que decide reconducirla.
–Ya, pues que sepas fan-de-los-ramones, que es mejor que no te muevas. Te han atropellado, has salido volando más de cinco metros y te has estampado contra el coche en el que estás apoyado ahora. Así que… tranquilo.
Lucas está intentando comprender todo lo que le ha dicho la chica, pero no le está resultado fácil. Su cabeza es un lío.
En ese momento una imagen pasa frente a él y se pone serio. Se retrepa, ayudándose con las manos, y se sienta lo más derecho que puede.
–Me llamo Lucas –le dice mientras le tiende la mano.
La chica tiene la cabeza ligeramente ladeada, los ojos risueños; la expresión de alguien que encuentra a un amigo perdido.
–Yo soy Aloe –responde ella, entrando al juego, engolando un poco la voz mientras le estrecha la mano–, y estoy encantada de encontrar a otro fan de Los Ramones.
–¿Aloe…, como la planta? –le pregunta Lucas.
–Justamente; tengo unos padres un poco hippies, ¿sabes?
Pero Lucas no sabe. Lucas está intentando encajar todas las piezas. No tiene claro si le está tomando el pelo o no, pero en ese momento le da igual. Se siente –sorprendentemente– bien. Tiene el cuerpo magullado y dolorido, sí, pero eso es todo. Así que intenta levantarse.
–¡Eh! ¡Eh! ¿A dónde crees que vas? –Le recrimina la chica mientras le sujeta, impidiéndole ponerse en pie.
–Tranquila, que no tengo nada roto –se justifica Lucas, aunque desiste y vuelve a sentarse en el suelo, un poco molesto porque le trate como a un crío.
–¿El conductor está bien? –pregunta, más por cambiar de tema que por otra cosa.
–El de la furgoneta ni siquiera ha parado, el muy… –le contesta Aloe, con un punto de brillo en los ojos–; pero tranquilo, que ya le pillaré, ya.
–¡Ostras! ¿Qué eres, una especie de justiciera de la noche?
–No, bobo, que tengo la matricula; y en cuanto lleguen los de la policía, o la ambulancia, o quién tenga que venir, se la daré. Le va a caer una buena a ese… Mira. Aquí llegan, por cierto.
Mientras la policía habla con Aloe, el médico que venía en la ambulancia está comprobando el estado general de Lucas: todo parece estar bien, aun así van a llevárselo a urgencias, por si acaso.
Cuando suben a Lucas a la camilla Aloe pregunta si puede acompañarlos. Y sí, sí que puede, así que se va con ellos al hospital. Durante el trayecto los dos chicos no paran de hablar.
–¡Qué cosas! ¡Quién se lo iba a decir! –Se dicen el uno al otro, enarcando las cejas, estirando el cuello y redondeando las vocales; burlándose de esta situación fuera de todo plan.
La parte de atrás de la ambulancia se llena de carcajadas. En la parte delantera el médico y la conductora entrecruzan una mirada cómplice, ambos conocen los efectos secundarios de la adrenalina, y no pueden impedir que una sonrisa se les cuele en la cara.
Ya en el hospital, Lucas se pasa el resto de la noche atravesando pasillos interminables en una silla de ruedas, yendo de una sala a otra, de una prueba a la siguiente; así hasta que, finalmente, le dicen lo que ya sabía: que aparte de los moratones, de las magulladuras, todo está bien. Y que puede irse a su casa.
Al salir por la puerta se encuentra a la chica de pie, esperándole.
Lucas echa a andar hacia ella, pero no se para al llegar a su lado. En vez de eso deja que su hombro roce el de Aloe, pasa por detrás de ella –como bailando, tarareando en voz baja Rock N’, Rock N’ Roll Radio, Let’s go–, llega al otro extremo de la espalda y deja que los dedos de sus manos se entremezclen. Y así bajan por la rampa que les lleva hasta la calle.
No dejan de hablar camino al metro; ni durante las once estaciones del trayecto, con un transbordo incluido; ni siquiera después, cuando van caminando hasta llegar al portal de la casa de Lucas.
Pero ahora sí. Un segundo apenas.
–Muchas gracias por acompañarme.
–Es lo menos que podía hacer por un fan de Los Ramones, ¿no crees?
Lucas calla un instante; duda, aunque no está pensando en la pregunta retórica que le ha hecho ella, sino en la que él está deseando hacer; en esa que se le ha enredado en la garganta y casi le impide respirar.
–Espero que en urgencias no te hayan perdido las llaves, porque me estoy pelando de frío.
Él tarda un momento en darse cuenta de la situación, pero al final cae. Sonríe mientras se aferra a las llaves que ya llevaba en la mano del bolsillo desde hacía un buen rato. La mira. Ve sus ojos negros, brillantes. Y entonces baja la vista a las punteras de sus zapatos mientras desaparece su sonrisa.
–Verás,… yo nunca,… yo nunca he…
Pero no puede continuar, los labios de ella sobre los de él se lo impiden. No ha sido un acto de amor, ni de deseo –bueno, de esto quizás un poco sí–; ha sido la única forma que ha encontrado ella para no tener que confesar que también es su primera vez; y que no quiere que acabe. No ahora. No aquí.
Se pasan el día en la cama. Hacen el amor, dormitan, comen y beben; recorren con un dedo el cuerpo del otro buscando lunares, cicatrices, pliegues secretos.
Aloe mira a Lucas mientras duerme, sin decirle nada. Siente envidia de él, de los sueños que tendrá. Y siente pena también, por ella, porque ella nunca ha soñado, porque nunca lo hará. Dura sólo un segundo, menos quizás, después únicamente se deja llevar, cierra los ojos e imagina cómo será eso de soñar.
Ninguno de los dos se ha dado cuenta, pero la noche se les ha colado en la habitación; la Luna, poco a poco se ha ido deslizando por la ventana del balcón.
Lucas está sentado en la cama, pensando en nada mientras mira la Luna.
–¿Sabías que está cada vez más lejos? –Le dice Aloe–. ¿Que un día dejará de dar vueltas alrededor de la Tierra y vagará en solitario por el espacio?
–Vaya,… qué te parece –le contesta Lucas, que desconocía ese hecho.
Los dos se quedan así, mirando al cielo, en silencio. Los dos esperan que sea el otro el que lo diga.
–Tengo que irme –ha sido finalmente Aloe.
–Lo sé.
Se miran. Quieren congelar el momento. Sienten que un segundo más allá no habrá vuelta atrás.
–A lo mejor volvemos a vernos.
–Seguro que volveremos a vernos.
Lucas oye cómo se viste Aloe, cómo la ropa susurra al recorrer su piel. Con cada movimiento le llega, diluido en el aire, su suave olor a tomillo y jara. Se pregunta cuánto tiempo permanecerá así, flotando a su alrededor; cuánto tiempo será capaz de recordar su cálido tacto.
Ha dejado de oírla, y ya apenas distingue nada a su alrededor. Siente la tentación de volverse y encender la luz, de ver si ella sigue allí, pero no lo hace. Prefiere no saberlo, prefiere que todo quede envuelto en una acogedora y silenciosa oscuridad.
· – · – ·
Piensa que ha parpadeado, que sólo lo ha hecho una vez. Pero ha pasado una eternidad. Ahora todo es noche a su alrededor, y por la noche el frío es más helador.
No se ha dado por vencido, en ningún momento. Ha resistido más de lo que nadie habría creído posible, pero su cuerpo ya no aguanta más. Ha hecho todo lo que sabía hacer, todo lo que podía hacer.
El frío, al final, ha llegado hasta su pecho. Sus órganos están dejando de funcionar: sin calor, sin energía, se apagarán poco a poco. El último en desconectarse será su cerebro y entonces él dejara de existir.
Sabe que no es posible, pero está oyendo, sintiendo sería más preciso decir, cómo alguien se acerca. Ahí está de nuevo, sí, el crujido de la nieve al compactarse en cada pisada.
–Hola, Lucas.
Él reconoce la voz, las voces más bien, porque suena como dos voces que hablasen al unísono: un dúo perfecto.
–Eres tú, ¿verdad?… Siempre has sido tú.
–Sí, ven. Acompáñame. Tenemos mucho de qué hablar.
–¿Sabes? Nunca pensé que la nieve pudiese tener este color. Es tan… hermosa