Vida

El centelleo me cegó durante unos segundos. Me sentí aliviada, al tiempo que oscurecía mi escafandra. En cada viaje pensaba que mi cuerpo no aguantaría más. La tensión de mis músculos, comprimidos en el receptáculo, era insoportable. Eran demasiadas horas dentro de la cápsula, y cada año se me hacía más pesado, más agotador.

Escuché el sonido agudo que me avisaba que todo había ido perfecto. Al mismo tiempo, la capsula vibró. Mi cuerpo vibró dentro del traje espacial. Apreté los dientes. No me acostumbraba a esos vértigos. Empecé a sudar.

Cuando sonó algo similar a un martilleo supe que la cápsula se había acoplado a la nave nodriza. A los quince minutos la nave nodriza tomó contacto con la base principal del planeta.

Con la voz activé el panel que tenía delante. Los ruidos de apertura de la puerta aliviaron toda la tensión acumulada. Aguardé a que vinieran a ayudarme. Necesitaba que dos androides me extrajeran del receptáculo. Que me llevaran hasta la sala de desinfección.

Al quitarme la escafandra parpadeé varias veces. No me acostumbraba a luz blanca y brillante que me rodeaba. En esta ocasión fue Rho-X el encargado de librarme del traje. Le sonreí como suelo sonreír a la gente que aprecio, aun sabiendo que a los androides les son indiferentes nuestros gestos faciales.

Desnuda, fui hasta la ducha situada frente a mí.

Tras unos instantes el silencio quedó interrumpido por los chasquidos que provocó la salida del desinfectante. Miles de gotas, espesas y pegajosas, golpearon mi cabeza, mis hombros, mi espalda. Apreté la mandíbula. Me froté todo el cuerpo hasta que dejó de salir la sustancia gelatinosa.

Una luz violácea se abrió a unos pasos frente a mí.

Como había hechos tantas veces, me dirigí hacia ella, mientras mis pies, al pisar las gotas caídas en el suelo, provocaban débiles chasquidos. Pasé a través del haz violáceo hacia otro espacio lleno de un extraño, pero familiar, resplandor incólume. Al pasar por él mi piel quedó seca y tan blanca que podía ver palpitar las finas venas azuladas que la surcaban.

Descendí por la rampa, por las congeladas láminas de metal. Al llegar al final, el frío cambió de improviso a calor. Encogí los dedos de los pies y sollocé, avergonzándome al instante.

Antes de salir me cubrí con el mono de una sola pieza.

Entré en el corredor largo y estrecho, de aspecto tubular. Por algunos sitios indeterminados se escuchaba el silbido de un viento inexistente. Mis pies pisaron una moqueta verde y desgastada. Al final de corredor, y justo unos pocos pasos antes de llegar, se deslizó hacia arriba una plancha de acero.

Me detuve bajo el vano. Noté, ya desde ahí, su olor. Seco y agrio.

Nada más entrar se encendieron unas luces amarillas, muy tenues, en los zócalos de las paredes. Al fondo, un ventanal lo ocupaba todo. Tras ella, la esfera solar se tornaba hacia un color rojo plomizo. La esfera era de dimensiones mayores a la Tierra, pero apenas daba calor. Con lentitud, la luz rojiza fue entrando por el ventanal y proyecto reflejos escarlatas contra las paredes, los escasos muebles y dos camillas.

La puerta se cerró a mis espaldas.

Agucé el oído para escuchar su respiración. Agitada, angustiosa.

La primera vez me aterró escucharla. Ya no. La costumbre.

Como siempre, recordé mi primera vez, cuando me dijeron que no mirara lo que yacía en una de las camillas, pero el miedo y la curiosidad me empujaron a saber más. Distinguí una forma humana bajo una tela transparente. Un rostro que, por un momento, me pareció el mío. Pero fue un par de segundos. Los ojos me empezaron a doler como si me hubieran aplicado un hierro candente sobre los párpados. No volví a hacerlo nunca más. Sin embargo tuve la seguridad de que ahí yacía la parte que nos arrebataban al nacer.

Me tumbé en la camilla que quedaba libre. Entre la figura y yo apenas nos separaban unos pocos centímetros.

A partir de ese momento caí en un abismo de silencio, o de vacío.

No tardó en llegar el primer cosquilleo en la punta de los dedos de mis manos. Como una leve quemazón que se fue intensificando en las yemas hasta que me obligó a cerrar las manos.

Yo mantenía los ojos abiertos. No quería perderme las sombras que nuestros cuerpos formaban en el techo. Sombras dobles, de bordes indefinidos y raras irisaciones.

La sensación sobre el resto de mi piel era de tibieza, coincidiendo con la bruma anaranjada que se pegaba a la ventana. Entonces, desde mis axilas, el aire cálido irradió hacia mis senos. Gemí, aunque no me escuché. Filamentos luminosos recorrieron el techo, justo donde estaban nuestras sombras. Luego, desde los pechos, sentí como bajaban hasta mi ombligo y se dispersaban por entre mis ingles y mis nalgas lo que parecían miles de puntas de agujas congeladas o como si finos hilos solidificados serpentearan por debajo de mi piel.

Cerré los párpados, encogí las piernas y arqueé la espalda.

Y grité. Grité, sin escucharme, «Basta, basta, basta», hasta que el hormigueo acabó. Mi piel exudaba frío y calor. De los dedos de mis pies se alejaba lo que siempre me parecía el soplo tibio de mi alma.

Dejé de gritar y abrí los ojos.

Las sombras del techo habían desaparecido y la esfera solar emitía halos rojizos y verdosos. Por el ventanal corrían pequeñas gotas condensadas. Caí en un breve letargo.

Poco después sentí mi respiración, todavía alterada, y escuché la respiración de quien yacía a mi lado: lenta, serena.

Nunca sabía el tiempo que trascurría desde que me tumbaba hasta que me volvía a levantar. ¿Un segundo? ¿Una hora?

Me incorporé y me bajé con dificultad de la camilla. Las piernas apenas me sostenían. Caminé con pasos cortos hacia la puerta.

Oí entonces algo parecido a un gracias. Un gorgoteo.

Me giré a medias. La esfera solar parecía más grande; parecía estar pegada a la ventana. La figura bajo la tela transparente centelleaba con los tintes violáceos de la estrella.

Quise sonreír. No pude.

Cuando salí al corredor, las lágrimas acumuladas en mis ojos se deslizaron por mis mejillas.

Con cansancio infinito me juré, por enésima vez, que no volvería a hacerlo jamás. ¿Cuál de las dos vidas valía más?

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