Raqueros

Categoría: César, habitación 13
Faros

A menudo me preguntan de dónde salen las historias que aparecen en mis novelas, cómo creo esos personajes a la vez tan cotidianos y extraños, o cómo consigo evitar que todo se vaya al traste al unir todas las tramas según avanza la narración.

La verdad es que no tengo ni idea, y nunca me lo he planteado. Creo que en ese sentido soy un poco supersticioso, o cobarde. Sí, creo que eso es lo que soy: un cobarde redomado; mejor no saber, no mirar detrás del telón y evitar así descubrir quién es de verdad el Mago de Oz y dónde reside su magia.

Hace un par de semanas, mientras me tomaba una cerveza en la terraza del Semáforo, una antigua sede de vigilancia marítima situada a escasos cien metros del faro de Finisterre y reconvertida hace poco más de veinte años en hotel con encanto, recordé algo que me contó Elisa –aspirante a escritora y última ex– sentados en aquella misma mesa.

Situaba el suceso en la costa de Cornualles, creo. Los hechos, convenientemente registrados y documentados, podían consultarse en la biblioteca del almirantazgo británico, me decía, para dar más peso al relato. A Elisa le encantaba contar historias de las de hache mayúscula. A mí me bastaba con ver cómo se movían sus labios.

Según me decía, a finales del siglo XVII se extendió por esa zona la práctica de engañar a los barcos que navegaban próximos a la costa –y cuanto más escarpada la costa, mejor– con una sencilla treta: en las noches sin luna o durante las tormentas que solían abatirse en esa parte del Atlántico, algunos hombres cambiaban la ubicación de los faros. Lo que hacían, en realidad, era convencer al encargado del faro de que lo apagase, a la par que otros encendían una hoguera en algún punto cercano; de esta forma los barcos, desorientados, acababan encallando o naufragando en algún bajío accesible desde tierra.

Ni que decir tiene que el objetivo principal de aquella actividad, legal por otra parte cuando se producía de manera fortuita, era expoliar el pecio; la mayoría de las veces sin dejar testigo alguno que pudiese reclamar la propiedad o la procedencia de los bienes.

Elisa tenía la idea de escribir un novelón romántico, de época, en el que una joven pareja –él de clase baja y ella de clase alta– se enamora. El prometido se embarca rumbo a las colonias americanas, con la idea de labrarse un porvenir, mientras que su prometida queda a la espera hasta que él lo logre. Ella le ha dado todas sus pertenencias para que pueda comenzar más fácilmente su andadura en el nuevo continente. El barco por supuesto cae en el engaño del falso faro, naufraga y el prometido muere. Ella nunca llega a enterarse de lo sucedido; sin embargo, al cabo del tiempo –y sin saber a dónde han ido a parar verdaderamente sus pertenencias– encuentra en un pequeño mercadillo un cofre que ella le había dado y piensa que él nunca se embarcó, que la ha abandonado; que se ha reído de ella y ha vendido todo lo que le dio. Convencida de todo esto se suicida.

A mí la historia me parecía penosa, se mirase por donde se mirase; no obstante, cuando acabó de contármela le solté todo ese rollo de la estructura de la narración, los personajes, el objetivo que debe perseguir el protagonista y todo el blablablá que se me ocurrió en ese momento. Elisa me escuchaba sin perder ni un solo detalle, casi podía ver en sus ojos el reflejo de los destellos que yo le enviaba.

Lo que vino después fue una mariscada ahogada en albariño en un furancho cercano –en el que, tras aparecer en mi segunda novela, tengo mesa reservada a perpetuidad–, y una tarde en la habitación del hotel con las mejores vistas a las rías, por descontado desperdiciadas.

Nunca llegué a saber cómo acabó la historia de Elisa y los «naufragadores», aunque está claro que la idea se quedó ahí, dando vueltas en mi cabeza, a la espera.

Meses más tarde, mientras paseaba por el puerto, vi al final del espigón como un padre y –supuse– su hijo daban por finalizada la tarde de pesca. Recogieron las cañas y la nevera de plástico que habitualmente, al menos por esta zona, se usa para llevar las capturas, y se encaminaron hacia donde yo estaba.

Cuando llegaron a unos metros de mí pude ver cómo el chaval le decía algo a su padre y cómo éste, tras un pequeño gesto de duda, se paraba, destapaba nuevamente la nevera y abría la navaja que acababa de sacar de su bolsillo.

El chico, entonces, señaló con el dedo algo en el interior, uno de los peces. El padre lo cogió, lo colocó sobre la tapa y, ayudándose de la navaja, lo abrió por el vientre. Después hundió el dedo índice en el pez y, de un tirón, lo destripó.

Cuando acabó, fue el padre el que señaló dentro de la nevera. Le cedió la navaja a su hijo y esperó. El chaval imitó lo mejor que pudo todo lo que había visto. Con un poco de indecisión y un mucho de asco, finalmente, también él acabó destripando un pez. Los dos parecían felices y satisfechos: ahora ambos pertenecían a la misma hermandad.

Entonces lo vi claro. Esa era la historia detrás de la historia; el hilo que llevaría al lector a lo largo de las quinientas y pico páginas que pensaba sacarle al libro. Apoyándome en la historia de los piratas de tierra firme contaría la de la pérdida de la inocencia de un niño de finales del XVII que descubre que su padre y su hermano mayor se dedican al pillaje, y que ese es su porvenir.

Empezaría situando al lector en el lugar y en la época en la que se desarrollará la novela; hablaría sobre la situación económica y política en los años precedentes a la revolución industrial, sobre las clases sociales, el papel de la iglesia…

Después presentaría a la familia –de clase humilde: padre, madre y dos hijos– y la casucha en la que viven –propiedad de la mina en la que trabajan el padre y el hijo mayor–. Esto daría pie a tratar el tema de la explotación –en todas sus acepciones– de los recursos naturales y los hombres, a presentar aquellos aspectos relacionados con la vida en pequeñas localidades que liguen con la historia… Me dedicaría, en fin, a sembrar las posibles subtramas de la novela.

Llegados a este punto ya podría comenzar con los personajes.

La madre estaría a cargo del cuidado de la casa y realizaría algunos trabajos esporádicos en la mansión del propietario de la mina, un terrateniente rico, severo y viudo, padre de una única niña –más o menos de la misma edad que el chico–, que estaría secretamente enamorado de la madre desde que la vio amamantar a la hija tras la muerte de su mujer en el parto. Nota al margen: esto último podría ser útil en algún momento de la novela.

Por su parte, el padre y el hijo mayor se dedicarían la mayor parte del tiempo a la extracción de carbón en la mina y, cuando se diesen las condiciones apropiadas, a la rapiña de los barcos naufragados en las costas cercanas. El hijo pequeño desconocería esta segunda actividad, pero querría saber a dónde van ambos algunas noches y de dónde salen las monedas que entregan a su madre cuando vuelven, de madrugada.

Tenía claro que, en algún momento, tendría que investigar sobre el tema. No sobre la época, los hechos contados y demás parafernalia, no, sobre el propio argumento de la novela. ¿Habría escrito alguien algo parecido? Me estaba quedando muy de película de tarde de domingo, muy… estereotipada y predecible; y, claro, nadie quiere gastarse veintitantos euros en un ladrillo que cuenta una simpleza de historia; mucho menos si se parece a otras ya vistas. Tendría que profundizar; eso sí, sin perder de vista la posibilidad de vender los derechos al cine. En fin, que habría que analizar todas las vertientes.

Llegamos, por fin, al personaje principal: el hijo menor, la figura sobre la que girará toda la historia. Un chaval despierto, en su último curso en el colegio –el próximo año tendrá que ponerse a trabajar, a extraer carbón, si nada lo remedia–, buen estudiante y excelente dibujante. A su profesor le gustaría que siguiese estudiando, dibujo y pintura, si eso fuese posible. Es su mejor alumno. Por desgracia sabe que la mina acaba igualando a todos los que entran en ella.

El chico va a todas partes con un cuaderno que usa tanto para las tareas escolares, como para dibujar. No desperdicia nada de espacio en él. Los ejercicios de escritura, las cuentas, todo lo hace a pequeña escala. Después rellena los huecos disponibles con minúsculas e intrincadas ilustraciones que incluyen hasta el más mínimo detalle: su casa, el cielo nublado, el mar embravecido, la torre de la iglesia del pueblo, la de acceso a la mina.

En una de las reuniones sociales organizadas por el terrateniente, el maestro comenta la habilidad del muchacho y el desperdicio que supondrá que no aproveche el don recibido y que tenga que ponerse a trabajar en unos meses con su padre y su hermano. Todos coinciden en la opinión, pero nadie propone una solución. El anfitrión, sin embargo, se ha quedado dándole vueltas a una idea: quizás esto le valga para acercarse a la madre.

Decidí que aquel era el momento apropiado para ponerme a escribir. De momento una sinopsis de no más de veinte páginas, o el primer borrador de uno de los capítulos; algo que me permitiese sacarle un adelanto a mi editor.

He de confesar que me costó más de lo esperado convencerlo. Y que el argumento decisivo llegó sobre la marcha –pura inspiración diría yo–. Cuando estaba a punto de darme por vencido le dije que tenía pensado irme a vivir a Cornualles tres o cuatro meses, para documentarme. Aceptó de inmediato. Creo que, en parte, por la posibilidad de tenerme físicamente a más de 1.500 kilómetros de distancia.

Y aquí estoy, disfrutando de un más que aceptable Xerry junto a la dueña de la casa en la que he alquilado una habitación. Cuarenta y pocos, divorciada sin hijos, atractiva y –sobre todo– aburrida de la escasa vida social de este encantador y apartado pueblecito del suroeste inglés.

Sentados al sol en la mesita del jardín de atrás, lejos de miradas ajenas, le cuento de qué va la novela que voy a escribir. Ella me dice que conoce la historia –no la mía, claro, la de los naufragios en la costa–, pero que suena mucho mejor en mi boca, que tengo un lovely accent.

Mientras hablamos voy girando mi copa, haciendo que el sol se refleje en el cristal y lance destellos a sus ojos. Ella no protesta, creo que le gusta jugar. Quién sabe si no necesitaré algo más de tiempo para empaparme a fondo del espíritu local.

Me doy cuenta entonces de que no tengo título para el libro. No es algo que necesite en ese momento, está claro –aún faltan meses para que tenga lista la versión definitiva de la novela–, pero no puedo despistarme. Para que funcione el boca-oreja lo mejor es tener un buen resumen de la historia en la contraportada, algo sencillo de contar a un tercero, y un título que enganche y sea fácil de recordar.

Elisa, cuando me contó su historia, llamó a los rateros de naufragios de una forma muy específica; yo nunca había oído esa palabra, pero me pareció un título excelente para una novela. Por desgracia no la apunté en aquel momento, y ahora soy incapaz de recordarla. ¡Maldita sea! ¿Cómo demonios era?

Tendré que llamar a Elisa.

Quizás, mejor, a mi vuelta a España.

Etiquetas: barcos, Faro, Hb13, piratas, relato

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