Miguel espera pacientemente en la cola del banco, se acerca a la ventanilla de caja cuando llega su turno y, mientras deja visiblemente sobre el mostrador la escopeta recortada que ha sacado del carrito de la compra, le pide amablemente al empleado que le atiende que haga sonar la alarma.
Tras un par de segundos de desconcierto el cajero lo hace. El sonido del timbre pilla a todo el mundo desprevenido. Se miran unos a otros, con sorpresa en los ojos, buscando explicación.
Miguel, mientras tanto, aprovecha esa confusión para quitarse la gorra, la peluca y las gafas, coger el arma, dirigirse al centro del local, dónde todos pueden verlo, y disparar al techo. Dos veces, por si quedase alguna duda.
En voz alta, sin gritos ni estridencias, Miguel les dice que no se preocupen, que nadie sufrirá ningún daño, que en cuanto acabe lo que ha venido a hacer, podrán irse a casa. Y todos quieren creerle.
Miguel sigue paso a paso el plan que lleva memorizando varias semanas. Saca del carrito seis cartuchos de dinamita, que van unidos con cinta aislante a una caja negra, y los deja sobre la mesita de los formularios en blanco, dónde todos pueden verlos.
Recarga la escopeta, deja salir a los dos clientes que iban detrás de él en la cola y bloquea con cadenas el acceso al banco. Por último, sitúa a los empleados frente al ventanal y la puerta de entrada, mirando hacia afuera. A todos menos al director de la sucursal, a quién pregunta por las cajas de seguridad.
–Están detrás –le contesta–, se llega a ellas por el pasillo que hay tras esa puerta.
Miguel vuelve a por el carrito de la compra y avanza con él hacia el director. Al llegar a su altura se para.
–Vamos –le dice, y ambos comienzan a andar hacia el acceso.
El director abre la puerta con una llave magnética y un código numérico que marca en la cerradura electrónica. Miguel, antes de traspasar el umbral, se dirige a los empleados que quedan atrás.
–Por favor, no me hagan explosionar la bomba que les dejo aquí encima. Les aseguro que el detonador que llevo en el bolsillo tiene alcance suficiente.
La puerta se cierra con un ¡blam! que sobresalta a todos.
Miguel y el director tienen que pasar aún una reja metálica para acceder a la cámara dónde se encuentran las cajas de seguridad. Una vez dentro Miguel pregunta por la caja de Alberto Barbadillo Galán.
–Imposible darle esa información –le dice el director–. Tenga en cuenta la confianza que nuestros clientes depositan en esta entidad y…
Pero no dice más porque, mientras tanto, Miguel ha levantado la mano que sujeta la escopeta que no ha soltado en todo este rato.
El director da media vuelta, se acerca al ordenador que está en un rincón de la sala. Teclea. Espera unos segundos y finalmente se vuelve hacia Miguel.
–La 107 –le dice, mientras rebusca en el bolsillo izquierdo del pantalón y saca una llave–, pero no le servirá de nada saberlo si no tiene la segunda llave, la del propietario de la caja.
Miguel mete el brazo en el carrito y saca un taladro eléctrico, de esos sin cable, que deja sobre la mesa metálica que ocupa el centro de la sala.
–Tengo mi propia llave, gracias –le dice al director–. Será mejor que vuelva con el resto.
El director obedece. Se gira y se encamina hacia el pasillo; sin embargo, antes de salir Miguel se dirige de nuevo a él.
–Espere. Consulte, por favor, si Estrella González Mayo tiene también una caja.
–La 318 –responde sin dudarlo el director–. Es la única clienta que tiene una de las grandes. Y cada vez que viene soy yo el encargado de trasladarla. Si no necesita nada más…
La frase –mitad pregunta, mitad declaración– queda así, suspendida en el aire, inacabada. El director espera que sea Miguel quien la complete pero, como no sucede nada, es él quien decide. Y se va.
Miguel está de pie en la cámara, solo, con el zumbido casi inaudible de los fluorescentes del techo y el tenue olor a humedad que el sistema de ventilación deja en el ambiente. Y por un momento duda…
¡Blam! La puerta del pasillo se ha cerrado tras el paso del director.
–El plan, el plan –se repite Miguel en voz alta–. Cíñete al plan y todo irá bien.
Miguel coge el taladro y se dirige hacia la primera caja, la 107. La de Alberto. Revienta las dos cerraduras sin mucho esfuerzo. Abre la pequeña puerta de metal y, haciendo uso del tirador que lleva adosado, extrae la caja y la deposita en la mesa. No es una caja muy grande, ni muy pesada. Le sorprende un poco. Esperaba más.
Cuando levanta la tapa descubre: un sobre, grande y abultado, que deja a un lado en la mesa; seis lingotes de oro y cinco de platino, todos de 100 gramos, metidos en unas cajitas de plástico transparente etiquetadas con el nombre del metal y el peso; y una pequeña bolsa de terciopelo azul oscuro con tres diamantes de medio centímetro cada uno.
Todo esto debe valer lo suyo –piensa Miguel–, pero no es el tesoro de piratas que esperaba. Se siente un poco defraudado. No quiere ni pensar que se haya equivocado con Alberto.
La vista se le va entonces al sobre que ha dejado en la mesa. Mientras lo abre especula acerca del contenido: títulos de propiedad, cuentas abiertas en algún paraíso fiscal, acciones… Pero no, nada de eso; son nueve documentos, todos iguales, en alemán, que llevan estampado un sello holográfico al lado de la cifra que lo acompaña: 500.000 €. No aparece el nombre de nadie por ningún lado así que supone que deben ser una especie de bonos al portador.
Bueno, esto es otra cosa, parece decir la sonrisa de Miguel, que dura lo que tarda en girar la cabeza hacia la pared donde está la caja 318, la de Estrella. La puerta de metal tras la que se guarda es cuatro veces mayor que la de Alberto, pero las cerraduras son igualmente débiles. Apenas tarda unos minutos en abrirla.
Miguel tira de la caja y ésta sale con facilidad del compartimento. La lleva hasta la mesa, con cuidado. Es bastante más pesada que la otra, lo suficiente como para hacerle a uno perder el equilibrio si no está atento. Ahora entiende la buena memoria del director.
Cuando la abre, en su interior no hay más que dinero: fajos de billetes de 100, 200 y 500 euros que ocupan todo el espacio disponible. Imposible calcular la cifra total. Tampoco le importa. Solamente se pregunta si con todo esto se podría comprar la vida que le robaron.
Y no, no se podría.
Miguel guarda en el carro de la compra los lingotes de oro y platino y la bolsita con los diamantes. Está convencido de que se adquirieron de manera ilícita, así que no cree que se atrevan a reclamarlos.
Baja las dos cajas al suelo y las coloca, abiertas, debajo de la mesa. Coge uno de los bonos alemanes que había dejado a un lado, lo arruga. Saca un mechero, prende fuego al documento y lo echa en la caja pequeña, la que está vacía. El segundo documento va directamente a la caja. Y el tercero. Y el cuarto.
Tiene intención de quemarlos todos. Mientras lo hace se acuerda de la primera vez que coincide con Alberto. Es en un curso de formación que el banco da a sus nuevos empleados, recién licenciados, antes de enviarlos a alguna remota sucursal unos cuantos años. Alberto destaca sobre los demás. Es amable, simpático. Embaucador. Consigue que los demás hagan su trabajo y que, además, le den las gracias. Sin duda le espera un gran futuro, en el banco o donde quiera.
Miguel ha acabado con los bonos, así que empieza a echar fajos de billetes al fuego. Como no prenden muy bien tiene que ir hasta el carro, coger un bote de gasolina de esos que venden en los estancos para recargar los mecheros y echar un poco de combustible en la caja.
El fuego se aviva, y sus recuerdos también. Cuando acaba el curso, Miguel trabaja durante tres o cuatro años en distintas localidades de Andalucía, aprende el negocio. En todo ese tiempo no vuelve a ver a ninguno de sus compañeros. Sin embargo, cuando finalmente le asignan un puesto fijo como mando intermedio en una de las sucursales que el banco tiene en Fuengirola, se encuentra con que Alberto es el director de la oficina. Y no sólo eso.
El humo de la hoguera ha llegado hasta los detectores del sistema antiincendios, haciendo saltar la alarma. Los aspersores comienzan a rociar agua desde el techo. A Miguel no parece que le importe mojarse, y el fuego está a salvo bajo la mesa, así que continúa quemando dinero.
Resulta que Alberto pertenece a una de las familias con más influencia en Málaga, una familia de esas a las que nunca les fue mal, de las que siempre supieron cómo amoldarse a los tiempos y sacar provecho de camino. Una familia que jamás se preocupó por el poder porque podía permitirse comprarlo y venderlo según su conveniencia.
Viniendo de donde venía, pocos se sorprenden del rápido ascenso de Alberto en el banco. Los únicos, quizás, sus jefes directos, que ven cómo en poco tiempo todos los negocios de la costa acaban pasando por la oficina que dirige. Los grandes, claro. Legales o no, nunca se preguntó.
Con la sucursal generando beneficios como nunca antes había hecho, Alberto empieza a dedicarse a sus propios negocios. Unos negocios que requieren más dedicación de la que su trabajo como director le permite. La llegada de Miguel es la solución, en cuanto entra por la puerta del banco se convierte en el segundo al mando. No por nada en particular, simplemente es el que mejor encaja en los planes de Alberto.
–Disculpe –la voz llega, con algo de eco, desde el pasillo–, hay una policía al teléfono que quiere hablar con usted, creo que es la negociadora. También quiere saber si necesitamos a los bomberos; que ha saltado el aviso en la central y hay un par de dotaciones viniendo para acá. ¿Todo bien por ahí?
–Sí, todo va bien –le contesta Miguel, alzando la voz–. No se preocupe. Y, por favor, dígale a la mediadora que en unos minutos hablaré con ella. Y que no necesitamos a los bomberos.
Miguel vuelve a lo suyo. Se da cuenta de que se está generando más humo del que había imaginado. Quizás tenga que quemar todo el dinero de una sola vez –piensa.
Durante los años siguientes a su llegada a Fuengirola no hay grandes cambios. Alberto, que apenas pisa el banco, se ocupa de la clientela VIP. Miguel, en ausencia del director, es el encargado de mantener la oficina en marcha.
Mientras ultima la documentación de la que será la mayor operación urbanística de la zona, Miguel recibe una llamada de Alberto. Le pide que no haga planes para el fin de semana, que tenga todo preparado para el sábado por la mañana. Un coche pasará a recogerlo por su casa y lo llevará a la finca que su familia tiene en la Sierra de Mijas.
Alberto ha preparado uno de los salones de la planta baja de la casa de campo para que sirva como despacho, uno con acceso directo desde la piscina situada en la parte de atrás del edificio principal. Miguel dedica la mañana del sábado a ordenar y preparar todos los documentos alrededor de la mesa que ocupa el centro de la estancia. Más tarde, durante el aperitivo que precede a la comida, Alberto aprovecha para presentar a Miguel al resto de invitados; una mezcla heterogénea de dinero en la que puedes encontrar empresarios, políticos locales y regionales, representantes de las grandes fortunas de la zona, de las de toda la vida o adquiridas recientemente, incluso algún famoso televisivo.
Durante la comida no se habla de negocios. Tras el café, mientras los invitados van acomodándose alrededor de la piscina según sus preferencias, Alberto se acerca y charla amistosamente con cada uno de ellos. En algunos casos entran en el despacho y permanecen allí durante unos minutos. Cuando salen ambos están mucho más sonrientes.
A última hora de la tarde empiezan a llegar las acompañantes. Todas de fiesta campera, todas por debajo de la treintena. Mientras se realizan las presentaciones, Alberto se lleva a Miguel al despacho y le cuenta los cambios que hay que realizar en la documentación. Y que tendrán que estar listos para la mañana siguiente.
Cuando Miguel acaba ya es de noche. Al salir a la piscina ve que a la izquierda han montado un pequeño bufé, y una barra de bar. Un poco más allá un pinchadiscos entretiene a las tres o cuatro chicas que están bailando mientras sus respectivas parejas beben y fuman, y las miran de vez en cuando. El resto de invitados se limita a deambular, a charlar unos con otros cuando se cruzan, a reír.
Miguel está cansado, quiere irse a dormir. Busca con la mirada a Alberto. Sólo quiere decirle que los documentos están preparados y desaparecer. Nunca le gustaron las fiestas y a esta, en realidad, tampoco le han invitado.
Alberto está al fondo, al otro lado de la piscina. Habla con una mujer. Desde esa distancia, a Miguel no le parece que ella esté muy contenta. Se dirige hacia donde están. Al llegar a su altura se callan.
–Disculpa Alberto, ya he dejado todo preparado para mañana. Si no hay nada más os dejo, no me encuentro muy bien…
–Tranquilo, hombre, tranquilo –le interrumpe Alberto, casi agradeciendo esa mala excusa–. Lo importante es que estés bien para las firmas –y le da un par de palmadas en la espalda mientras vuelve la vista hacia la mujer.
–Antes de irte os voy a presentar –se dirige a Miguel, aunque está mirándola a ella.
–Este es Miguel –continúa, dirigiendo, ahora sí, toda su atención a la mujer–. Aunque figura como segundo en el escalafón, es él en realidad quien dirige la sucursal. No sabría dar dos pasos sin su ayuda –y le rodea con el brazo–. Un portento ¿¡eh, Miguel!?
A Miguel estos elogios le sorprenden un poco, le sobran, pero no está de humor y decide dejarlo estar.
–Encantada –responde ella en tono neutro, tendiéndole la mano, cerrando toda posibilidad de recibir dos besos.
Mientras Miguel le estrecha la mano y le devuelve el saludo, Alberto remata la presentación.
–Miguel, esta es Estrella…
La tos le está destrozando la garganta. El fuego bajo la mesa metálica ha calentado tanto la superficie que el agua rociada desde el techo, al contacto con ella, ha empezado a evaporarse. La mezcla de vapor y humo hace irrespirable la atmósfera de la sala. Miguel tiene que salir de allí cuanto antes.
Antes de hacerlo echa unos cuantos fajos más a la hoguera, se guarda en el bolsillo del pantalón uno de billetes de cien, rocía con gasolina el dinero de la segunda caja y le prende fuego. Cierra el bote de gasolina y lo tira dentro de una de las cajas que están ardiendo.
Los empleados del banco se llevan un susto al ver aparecer de repente a Miguel por la puerta de acceso a las cajas, chorreando agua, empujando el carrito, mientras al fondo se ven las llamas y la espesa humareda negra. Es sólo un segundo, lo que tarda en cerrarse la puerta tras de sí.
Miguel golpea un par de veces la cerradura electrónica con la culata de la escopeta hasta hacerla inservible y se da media vuelta.
–¿Desde qué teléfono puedo hablar con los de fuera? –le pregunta al director de la sucursal, que permanece de pie en mitad de la sala sin saber muy bien qué hacer.
–Desde cualquiera, tienen todas las líneas pinchadas. Sólo hay que marcar el cero y…
–Esperaremos a que llamen, gracias –le dice Miguel mientras levanta la mano en señal de interrupción y se sienta en el borde de una de las mesas.
Tras un breve noviazgo, Estrella finalmente acabó por aceptar la propuesta de matrimonio de Miguel, no cuando él se la hizo, sino un par de días después. Fue tal la alegría de Miguel al recibir la noticia, al salir del pozo en el que se había arrojado, que nunca se planteó el porqué de la demora.
La felicidad les duró lo que dura una luna de miel. Estrella enseguida vio que tendría que rebajar su tren de vida, mucho, y no le hizo ninguna gracia. Aunque era Miguel el que a todos los efectos dirigía la sucursal del banco y la mayoría de los negocios particulares de Alberto, el dinero nunca se quedaba en sus manos; nada más allá de alguna ridícula comisión. Miguel, por su parte, comenzó a preguntarse si era amor lo que ella sentía por él.
En los meses posteriores la tensión fue en aumento, rápidamente, y entonces, un día, Estrella se quedó embarazada. Y todo cambió. Si hubiese una guía del perfecto padre principiante, Estrella y Miguel habrían valido de ejemplo para cualquier capítulo.
Tuvieron una niña, Vega, de ojos claros y pelo fino y casi blanco de lo rubio que era. Era pequeñita, nació unas semanas antes de lo previsto. Miguel no se separaba de ella. Estrella tampoco, al principio.
Tras el bautizo, que por supuesto se celebró por todo lo alto, Estrella comenzó a recuperar su vida social. A los pocos meses nadie habría dicho que tenía un bebé en casa; al año ni siquiera parecía estar casada.
Miguel, mientras tanto, dedicaba todo el tiempo disponible a hacer lo único que estaba en su mano: trabajar para mantenerlos a flote. Vega, por su parte, crecía al cuidado Conchi, una chica de Alhaurín que estaba interna en casa; le tenía mucho cariño.
Un gran estruendo llega desde la sala de las cajas: el bote de gasolina, la traca final. Tras el sobresalto inicial llegan los gritos de los empleados, y los timbres de todos los teléfonos de la sucursal sonando a la vez.
Miguel tiene que alzar la voz para pedir que se tranquilicen. Se da unos segundos y después responde a la llamada.
–¿Sí?
–Encantado, teniente Carreño. Sí, soy yo el que está al mando, puede llamarme Miguel.
–No, no hay nadie herido. Y tampoco va a haber más sustos, se lo aseguro. Si no cortan el agua, en unos minutos estará extinguido el incendio de las cajas de seguridad. No se preocupe, la puerta que separa esa sala del resto de la sucursal es ignífuga. No corremos ningún riesgo.
–Bueno, me temo que eso no va a ser posible, teniente: de momento nos quedamos todos dentro. Ya dejé que se fueran los clientes que había en el banco cuando todo esto empezó. Seguro que ya han hablado con ellos.
–No, por ahora no necesitamos nada… Espere. Sí. Mande que nos traigan unos termos de café con leche. Y algo para comer: bollos, pastas, lo que sea.
–No. No le voy a dar nada a cambio. El café es para los empleados. Si no se lo quieren traer, no se lo traigan. A mí me da igual.
–Muy bien. Mientras tanto hay algo que le quiero pedir.
Miguel se acerca al ventanal que da a la calle. Hay varios coches de policía atravesados, cortando el paso, un par de ambulancias y un camión de bomberos. Y, por supuesto, muchos curiosos.
–¿Puede levantar un brazo, por favor? Me gusta saber con quién estoy hablando.
–Sí, sí, la veo. Muchas gracias. Ahora, si no tiene inconveniente, tome nota de mis demandas: quiero un notario, un juez instructor y un periodista, de cualquier medio, me da igual.
–Por favor, teniente, no prolongue esto más de lo necesario. Sabe tan bien como yo que siempre hay un juez instructor de guardia. Y estoy prácticamente seguro de que a estas alturas, entre todos esos curiosos de ahí enfrente, hay al menos tres o cuatro periodistas. En cuanto al notario, si se gira hacia su izquierda verá un hombre de traje gris y portafolios marrón delante del bar que hace esquina. Es notario. Lo contraté por teléfono hace unos días. Él no me conoce. Solamente sabe que debíamos encontrarnos hoy, a esta hora más o menos, justo donde está.
–No, no hay nadie a quién yo quiera avisar… dígame, teniente, ¿está usted casada? ¿Tiene hijos?
–Vaya, es usted una mujer afortunada. La felicito. ¿Sabe?, yo una vez tuve una hija.
Los problemas de Vega empezaron al cumplir el año y medio. Nada grave en principio. Simplemente parecía encadenar una cosa tras otra. Lo normal en críos pequeños, le decían.
Más o menos por entonces, una mañana a primera hora, aparecieron los interventores del Banco Central en la oficina en la que trabajaba Miguel. Querían hablar con el director, y con él mismo, como apoderado. Había una serie de operaciones realizadas durante los últimos años que necesitaban ser aclaradas.
Alberto, por supuesto, no estaba. Apenas aparecía por allí. Miguel intentó localizarlo por teléfono. Fue imposible.
Los interventores, que venían con varias cajas repletas de documentación, empezaron a revisarla con Miguel. Poco a poco fue consciente de la envergadura del problema. Había cientos de papeles con su firma. Muchos de ellos los recordaba, pero otros muchos no; aunque, claro, ¡cómo acordarse de todo lo que había firmado en este tiempo!
Lo peor llega al final, cuando los interventores le muestran una serie de documentos en los que, junto a la firma de Alberto, aparece la de Estrella. Miguel se queda en shock. Mudo, literalmente.
Tampoco puede dar con ella.
A última hora de la tarde, cuando Miguel llega a casa, la encuentra vacía y revuelta. Se asusta bastante. Recorre la vivienda habitación por habitación, buscando algún indicio que le permita descubrir qué es lo que ha pasado. Al final encuentra una nota de Conchi en la encimera de la cocina: Hace un rato la niña ha empezado a respirar mal. La señora no está, ha recibido una llamada esta mañana y se ha puesto muy nerviosa, ha guardado sus cosas en unas maletas y se ha ido sin decir palabra. He llamado al señor varias veces pero no me ha cogido las llamadas. Me llevo a la niña al San Carlos.
La realidad alrededor de Miguel se licua: el corazón se le ralentiza, la presión de la sangre que circula por sus arterias cae; el cerebro, falto de oxígeno, entra en modo supervivencia y desconecta todo lo prescindible. Lo último que recordará Miguel de ese momento será la lámpara del techo apareciendo de repente en su limitado campo de visión. También será lo primero que vea cuando recobre la consciencia.
El dolor en su hombro izquierdo le hace volver en sí. Abre los ojos, pero no entiende qué es lo que está viendo: en mundo no está en la posición correcta. Entonces lo recuerda todo.
Cuando se incorpora ve que tiene la nota aún en su mano; la sujeta con fuerza. En cuanto relee la primera frase sabe claramente cuál es su prioridad. Se pone en pie y sale de casa.
Al llegar al hospital Miguel encuentra a Conchi en la sala de espera de urgencias. Le pregunta por Vega. La chica le cuenta que los médicos se han llevado a la niña hace un par de horas para hacerle unas pruebas, y que aún no han dicho nada. Que como ella no es familiar no la han dejado pasar.
Miguel se dirige al mostrador de recepción, quiere ver a su hija, lo exige; y hablar con un médico, con alguien que le explique qué estaba pasando. El joven que le atiende le pide que se calme, y que espere en la sala contigua hasta que lo avisen. Le dirán algo en cuanto haya algo que decir. A Miguel no le queda más remedio que aceptarlo, sentarse, y esperar.
Media hora más tarde un médico sale a informarles. Van a dejar a la niña ingresada, en observación. Podría ser un principio de neumonía, pero no están seguros y prefieren tenerla controlada. Les dice también que mañana seguirán haciéndole pruebas.
Miguel pregunta si puede verla ahora, pasar la noche con ella. Y sí, claro que puede, le dicen. Y esa noche Vega duerme custodiada por su padre a los pies de la cama.
Los teléfonos de la sucursal vuelven a sonar todos a la vez. Miguel, que está observando desde el ventanal lo que ocurre fuera, es el único que no se ha sobresaltado.
–Dígame, teniente, ¿están todos preparados?
–Bien. Lo haremos así: deje abierta esta línea y asegúrese de que la jueza y el periodista pueden oírlo todo perfectamente. Al notario mándemelo para acá; no se preocupe, está prevenido.
–De acuerdo, tiene mi palabra; pero a dos de ellos tendré que retenerlos aún un poco más. Los necesito como testigos.
El intercambio se hace bastante rápido. Al acabar, en la oficina sólo quedan el director y el cajero, que están frente a la entrada de la sucursal, el notario, que ha ocupado una mesa cercana y ahora empieza a sacar documentos del portafolios, y Miguel.
–Si les parece podemos comenzar –es Miguel el que habla, alzando un poco la voz para que, a través del manos libres, le escuchen bien los que están fuera.
Para sorpresa de casi todos, el notario es la excepción, lo primero que hace es testar. Quiere legar todos sus bienes al Grupo de Investigación de Enfermedades Raras del Hospital San Carlos: viviendas, fincas, cuentas bancarias, acciones, bonos… Todo, incluyendo los diamantes y los lingotes de oro y platino que lleva en el carrito.
Después llega el turno de la jueza. Miguel empieza a darle cuenta de todos los negocios que han pasado por sus manos desde que empezó a trabajar con Alberto, proporcionando todo tipo de detalles: fechas, lugares, nombres, cantidades. Y no habla de irregularidades contables, que esas acabarán apareciendo en el informe de los auditores del Banco Central, no, habla de delitos, de delitos graves: sobornos, comisiones ilegales, blanqueo de capital, apropiación de fondos públicos, fraude fiscal…
Cuando acaba saca del carrito un archivador que contiene todas las pruebas que ha podido reunir, sobre Alberto y sobre él, sobre Estrella. Se lo entrega al notario para que lo guarde hasta que le sea requerido.
La jueza, por último, le pregunta por el paradero de Alberto.
–La verdad es que ahora ya me da igual dónde esté, con quién esté.
El periodista aprovecha los segundos de silencio posteriores para preguntar sobre sus relaciones personales, cuándo y dónde se conocieron, cómo comenzaron sus negocios, si eran amigos o no,… Miguel le interrumpe.
–Lo lamento, pero no va a haber entrevistas. Lo que sí puedo darle es autorización para que consulte toda la documentación que le he entregado al notario, durante un par de días, hasta que sea incluida como prueba en la investigación. Lo único que le pido a cambio es su compromiso de airear todo este asunto. Si no está de acuerdo no hay problema, buscaré algún compañero suyo que pueda hacerlo.
–Muy bien, tomaré su silencio por un sí. Ahora, si no les importa, voy a colgar. Saldremos en unos minutos.
Miguel se dirige a la puerta de entrada y quita las cadenas. Deja salir al director de la sucursal y al cajero. El notario, mientras, ha recogido toda la documentación; unos instantes después también él se dirige hacia la salida.
Al llegar donde está Miguel, este echa mano del fajo de billetes que lleva en el bolsillo y se lo tiende al notario, que le mira sorprendido.
–Espero que no le importe que haya añadido un pequeño extra, por las molestias. Por favor, vigile que no entierren todo esto. Y pídale a la teniente Carreño que conceda unos minutos.
–Por supuesto, señor, por supuesto –le contesta el notario mientras le estrecha la mano, despacio, muy despacio, como temiendo despertarse.
Las semanas posteriores al ingreso de Vega en el hospital Miguel no se separa de ella en ningún momento. Todo lo demás le da igual. Le da igual que los interventores estén poniendo patas arriba la sucursal. Le da igual que no sean capaces de dar con Alberto, ni siquiera él cuando lo intentó de veras. Le da igual Estrella.
Las pruebas médicas, al final, obtienen resultados. Vega padece una rara enfermedad del sistema inmunológico que la hace susceptible de contraer prácticamente cualquier infección bacteriana. El único tratamiento que puede tener éxito es un trasplante de médula, preferiblemente de un familiar directo. Miguel se ofrece de inmediato.
Tras los análisis Miguel se reúne con el especialista, que le hace una pregunta que él no espera: quiere saber si Vega es adoptada. Miguel le dice que no, y que no entiende a qué viene la pregunta. Miguel quiere saber cuándo van a realizar la operación.
–Verás, Miguel,… según los análisis, tú no eres el padre. Siento que tengas que enterarte de esta manera. Y siento tener que pedirte esto, pero si pudieses contactar con la madre…
Miguel está mirando al médico, fijamente. Lo tiene frente a él, a un metro escaso, pero lo ve muy lejos, como a través de unos prismáticos puestos del revés. Sus labios se mueven, le está hablando. Él sólo oye un pitido, muy agudo, que se va acercando, y que finalmente le golpea, y le tumba.
El blanco puro de las paredes de la sucursal se ha vuelto ligeramente gris alrededor de la puerta de acceso a las cajas de seguridad. Sin acercarse y tocar su superficie resulta complicado saber si la causa está en el desgaste del tiempo o en la humedad del agua rociada por los aspersores del sistema antiincendios al otro lado del muro.
Miguel deja que los teléfonos suenen mientras se dirige al fondo de la sala. Camina despacio. Cuando llega a la última mesa se sienta y descuelga.
–¿Todo bien por ahí fuera, teniente?
–Sí, la verdad es que siempre me gusto disfrutar del silencio. Y de la soledad, debo reconocerlo.
–No, no, estoy bien. No necesito nada.
–Vaya, me tiene usted calado. No, no voy a salir. Tendrán que venir ustedes a sacarme de aquí, lo siento.
–¿Una tontería? Por favor, me ofende que pueda usted pensar tal cosa.
Miguel abre la escopeta y comprueba que los dos cartuchos están sin disparar. Cuando la voz del teléfono se calla es él quién empieza a hablar, no ha prestado mucha atención a lo que le decían.
–Hay algo que quería preguntarle desde hace un rato, teniente: ¿se ha acordado hoy de sus hijos? Durante todo este lío, me refiero. ¿Se ha preguntado qué estarían haciendo? Tal vez ha estado haciendo memoria, intentando recordar si les ha dado un beso hoy, antes de irse a trabajar. Yo he pensado mucho en Vega, ¿sabe? He pensado en todo lo que no hice con ella; en las oportunidades malgastadas, perdidas; en el agujero tan grande que deja alguien tan pequeñito. He pensado que debería haber una ley en la naturaleza que impidiese a los padres ver morir a sus hijos, eso he pensado…
–Bueno, ya no hay remedio ¿no?