Jaguar y Piedra se conocen desde hace mucho, mucho tiempo. La rivalidad entre sus tribus se pierde en el recuerdo de los mayores. Nunca han guerreado, pero tampoco han perdido la oportunidad de retarse en el campo de juegos cada vez que se reúnen para celebrar el día más largo del año. Historia lejana, les gusta decir, mientras ríen y exhiben las cicatrices ganadas en su juventud. Ahora les basta con beber chicha, charlar reposadamente y ver cómo los jóvenes se esfuerzan en superarlos.
Tumbados en sus hamacas, meciéndose con ayuda del pie que mantienen fuera, dejan que el sol avance. Jaguar ladea la cabeza hacia su amigo, aunque sigue con la vista puesta en un grupo cercano de mujeres, mujeres jóvenes; a pesar de la edad, mantiene la mirada felina y el instinto de cazador.
–No veo que esta vez os acompañe el hombre con piel de luna –le dice a Piedra mientras sonríe, aunque no a su amigo.
–Oh, por favor, baja la voz –y duda por un momento–. No sé si contártelo…
El viento ha estado soplando todo el día hacia el río, de repente cambia de dirección y hace que la estancia en la que se encuentran los dos amigos se inunde con el humo de las hogueras cercanas: ambos desaparecen de la vista. El falso aislamiento que provoca esa niebla olorosa y ligeramente picante inclina a Piedra hacia la confidencia.
–…lo encontramos tirado en el bosque, medio muerto de hambre y sed; algunos dijeron que era un demonio del agua y que sería mejor matarlo, nunca habíamos visto a nadie con la piel transparente. Parlamentamos y decidimos llevarlo al poblado.
–Resultó ser una especie de santón que no dejaba de hablar de su dios a todas horas. Nadie le prestaba atención, si lo hacías te inundaba la cabeza de palabras y perdías el entendimiento; además ¿qué podía ofrecer su único dios frente a todos los nuestros?
–Fue entonces cuando empezó a hablarnos de los santos, de sus vidas, de sus milagros, de las horribles muertes que habían sufrido. A nosotros, todos aquellos tormentos nos parecían inhumanos; sin embargo, según él, eran la manera de ganarse el derecho a vivir eternamente al lado del dios padre. Esto nos dio que pensar.
–Una mañana lo sacamos de su hamaca, lo llevamos hasta el centro del poblado y lo atamos a una estaca. Parecía no entender nada.
–Comenzamos clavándole astillas de madera bajo las uñas, después pusimos ascuas en sus pies. Él chillaba y chillaba rogando que parásemos, pidiendo que le soltásemos. No parecía feliz ganándose la vida eterna. Algo estábamos haciendo mal: sin duda no le estábamos infligiendo suficiente dolor. Decidimos continuar con más empeño, le clavamos flechas, le cortamos una oreja, le arrancamos la lengua, le despellejamos un brazo…Nos costó mucho mantenerlo con vida durante más de un día.
Jaguar espera que su amigo continúe, pero no lo hace. El humo se disipa. Piedra ya no está en su hamaca, Piedra tiene la boca a un palmo de la oreja de Jaguar. Susurra.
–Fue entonces cuando a todos nos llegó el mismo pensamiento a la cabeza: si él se había convertido en santo, quizás también nosotros podríamos hacerlo.
Y el pensamiento también llega a la cabeza de Jaguar: –ya veo, os lo comisteis.
–Sí –confiesa Piedra–, me avergüenza decirlo, pero eso hicimos.
–Os lo comisteis –repite Jaguar, más para sí mismo que para su amigo–. Y dime Piedra, ¿os lo comisteis…todo?