Tiene una de esas casas que se caen a trozos. De aquellas decimonónicas donde el sol tiene que pedir permiso para entrar. Donde cada ruido sobrecoge.
Y es ahí donde él va amontonando su colección de maniquíes.
«Tienen un algo», me dice con la gravedad de un experto en obras de arte. «Están solos y desamparados».
Coloca con mimo, sobre una mesa atestada, sus dos últimas adquisiciones. Macho y hembra.
Y yo, por supuesto, finjo que me parece la cosa más normal del mundo.